Análisis

Tacho Rufino

Vuelve a casa, vuelve

La emigración de jóvenes ha sido una válvula de intercambio económico que ahora cobra tintes bien distintosLa pandemia frena la fuga de cerebros, ¿para bien o para mal?

De la mano de la pandemia el teletrabajo vino "para quedarse", decíamos legos y consultores al unísono. Y fue que no: ni los jefes se sentían cómodos sin poder supervisar cara a cara, ni el mercado inmobiliario lo veía con buenos ojos por emerger una millonada de metros cuadrados sospechosos de inútiles, ni estaba claro quién pagaba los costes fijos y variables que el empleado consumía en zapatillas. Surgían invasivas ideas para ejercer un remoto control parental, patronal; a muchos trabajadores les desmotivaba la idea de quedarse en casa y no desayunar con sus compañeros o tomarse una cerveza el viernes al librar: zoon politikòn somos, seres sociales por naturaleza. No mucho ha quedado del trabajo on line, a la postre. Pocos empleados teletrabajan. Hay excepciones, pero suelen incardinarse en políticas de conciliación familiar, y sobre todo en el sector público, y dentro de éste, en el de mayor nivel.

Hay vida más allá de este país. Muchos jóvenes españoles con suficiente titulación o capacidad profesional emigraron a las metrópolis europeas: Londres, París, Ámsterdam; dentro de España, Madrid, y de forma menguante a la autocastigada Cataluña. Una agridulce oleada de fuga de capital humano, una ruinosa expresión de una inversión pública dedicada a formar a lo más granado de nuestra juventud en universidades, pero sin retorno en nuestro territorio, en nuestra economía y sus empresas. Un caso de victoria pírrica, que es aquella que se consigue con pérdidas para el propio vencedor. Con la pandemia y con las subsecuentes fronteras impuestas para parar el ataque del virus, bastantes de estos chicos y chicas volvieron, a teletrabajar; en aquellos perfiles y puestos que permitían tal fórmula. Además, dejaron de marcharse -de poderse marchar- otros muchos camareros, o recién titulados, investigadores y profesionales jóvenes.

Esta semana, un reportaje de La Vanguardia lo dice todo: "La pandemia frena la fuga de cerebros: tres millones de europeos regresan a su país". Lo dice todo, o casi: no sólo vuelven, a casa vuelven, sino que otros tantos dejan de irse. Ante la inseguridad pandémica y la inseguridad del Brexit, muchos expatriados de cuello blanco, delantal negro o bata blanca desean volver a sus lugares de origen. El problema reside en cuánta oferta de puestos de su nivel podemos ofrecerles, en concreto en España; no digamos en las regiones satélite. Recuerdo un artículo de The Economist de 2005 -ha llovido- titulado El ciclo de la fuga de cerebros (The brain-drain cycle). En él, se hacía notar un círculo virtuoso protagonizado por europeos del Este hacia Gran Bretaña, mediante el cual una fuerza de trabajo de todo nivel nutría la demanda de puestos de todo pelo en las Islas, sobre todo la City: huían del marasmo doméstico, ganaban dinero y mandaban divisas, ahorraban, se forjaban una profesión... y retornaban, a rendir beneficios y calidad laboral en su tierra: economía buena.

El esquema es ahora, con los vaivenes pandémicos, parecido, pero no necesariamente tan virtuoso. De la capacidad de los gobiernos, las instituciones, y sobre todo de la empresa privada -clave indudable de todo desarrollo, o sea, crecimiento económico y social- depende que el parón de la fuga de talentos y el retorno de los que se fueron, por fuerza o por aspiración, generen beneficios en la periferia. La emigración es una válvula de intercambio económico, siempre lo ha sido. Cerrada esa válvula de forma traumática, la gran apuesta nacional es ofrecer oportunidades en casa. Sucede que la concentración de actividad en localidades fuertes, cuya cara b es la trivialización y dependencia de los países emisores de emigrantes titulados o sin título, no se remeda fácilmente. Tenemos los recursos, no la capacidad de sacarles partido. ¿O sí?

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