Análisis

Tacho Rufino

950, un buen SMI; 1.300, mentira

Uno de los vicios de la democracia es la tentación de centrarse en amamantar caladeros de votos, como el de los precariosEl SMI aprobado es un salario casi digno que evita la promesa del vendedor de crecepelos

Es un tópico afirmar que la democracia parlamentaria, constitucional y con sufragio universal es el menos malo de los sistemas políticos. Quiere esto decir que tiene defectos, y que puede tender al anquilosamiento y a las patologías, entre las cuales la corrupción brilla con la luz malsana de lo infeccioso. José Antonio Carrizosa, director de Publicaciones de esta casa, mencionaba el jueves tres jinetes de la corrosión de la democracia: la falta de un consenso sobre educación (asunto que atrae periódicamente como cantos de sirena a las dos Españas), la politización de la Justicia (que ataca al corazón de la división de poderes y abre la puerta a los populismos, los clientelismos y las dictaduras disfrazadas de democráticas) y los nacionalismos centrífugos (que, oh paradoja, se azuzan y engrandecen con la ayuda del nacionalismo español, que se apropia con alma de rivalidad de la bandera, del himno y hasta del Rey, por ejemplo profiriéndole unos vivas de carótida que lastiman al Monarca en estos momentos tan delicados). Tres patadas a la democracia de esta España mía, esta España nuestra, a la que así cantó Cecilia tras la estela de Quevedo, Machado y no pocos otros patriotas de corazón, y no de tripas: la educación, la Justicia, el nacionalismo. Con el siniestro Dart Vader de la indecencia institucional, la corrupción. Pero hay otros patógenos derivados dignos de mención.

Hay una amenaza que se erige sobre varios pilares; todos aprovechan la legalidad y el sacrosanto principio "una persona, un voto". Primero, que los partidos políticos y sus liderazgos antepongan su interés a los del país: la partitocracia. Segundo, los periodos de mandato, que resultan muy cortos y se suelen mover entre el aterrizaje y la colocación de afectos y la llamada a nuevas elecciones. Tercero, el pactismo en el que toda aritmética vale para gobernar cuando no hay clara mayoría, lo cual castiga a la gestión en aras del intercambio de estampitas, muchas veces incompatibles entre sí o insensatas. Cuarto, y creo que más importante a la larga, que los partidos se centren en identificar caladeros de votos (pensionistas, parados, católicos, autónomos, funcionarios, homosexuales y trans, enemigos del Estado, jóvenes con futuro incierto, inmigrantes y sus hijos), y que basen su solidez y continuidad en fidelizarlos con comidilla, captándolos a cambio de pan caliente. Tirando con pólvora del rey, prometiendo y concediendo insensateces, al menos si convenimos que lo sensato es aprobar y cumplir un presupuesto, y nunca hacer del presupuesto un documento maleable al servicio del partido.

Esto es lo que hubiera podido suceder con el salario mínimo (SMI). Esta semana el Gobierno ha aprobado una subida del mismo hasta 950 euros (hace cuatro años era de 650). Una subida importante pero que dignifica -fue indecente- el trabajo de menor cualificación o experiencia, y que no dinamita, sobre todo en regiones desarrolladas, eso sí, los costes laborales y por ende los precios, la inflación y el coste de la vida, en un círculo vicioso de la economía y el empleo… y, toma bumerán, para el propio poder adquisitivo de los menos privilegiados. Una medida que debe ser apoyada si creemos en la redistribución y los peligros de las grandes brechas de renta. Nada que ver con la promesa de Podemos de elevarlo hasta 1.300 euros: pólvora del rey, que nos estallaría en la cara. Un anzuelo destinado a meter en una red un enorme banco de votos de obreros rasos y jóvenes desesperanzados o apesebrables, sin atender a la disuasión para la promoción laboral, ni a inflaciones corrosivas, déficits y sus deudas, contracción de oferta de empleo: todo el bumerán de vuelta clavado en el corazón del sistema. Por un puñado de votos: un buen puñado. Un vicio de democracia.

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