A finales de enero, cuando esta crisis del Coronavirus era todavía una lejana amenaza que sonaba en chino, por tanto irreconocible su calado en esta parte del Mediterráneo, un empresario de hostelería, todavía bajo los efluvios de una estancia en Fitur-Madrid, de la que acababa de regresar, y ante las primeras y muy apagadas entonces voces de alerta me lanzó la siguiente reflexión: "Por trescientos casos en China, a miles y miles de kilómetros y donde viven mil quinientos millones de personas...". Es decir, una visión reduccionista: la plaga estaba afectando a un porcentaje exiguo de población en un lugar remoto del planeta Tierra. ¿Por qué preocuparse? Total, aquello era una broma.

La frase sentenciosa no pasa la categoría de anécdota, pero nos sitúa en la visión de apenas dos meses atrás para confrontarla con este momento de ahora, cuando se está instalando en el inconsciente colectivo la idea de que todas las medidas decretadas consumida la primera semana de marzo llegaron tarde y se debería haber actuado con premura y anticipación.

¿Cuántos de los que hoy compartimos esa idea del retraso hubiéramos estado -en esos momentos: finales de enero, primeros de febrero- dispuestos a someternos a estas restricciones de ahora, cuando las cifras de afectados y fallecidos aumentan día a día?

Situados en el espacio temporal inmediatamente anterior a la catástrofe, esto del coronavirus no pasaba de una broma: ahí teníamos al espirituoso doctor que tildaba de alarmistas a quienes alertaban, mientras él pronosticaba unos efectos que no pasarían de los de un simple resfriado y ahora embiste con su zafio lenguaje habitual, encizaña a todos los niveles y lanza bulos por las redes sociales que obligan a las autoridades a emplear parte de un tiempo que no estamos en disposición de desperdiciar para desmentir las fabulaciones delirantes del rey del insulto.

Una broma en tiempos en que no estamos para bromas que lamentaremos. Cincuenta y dos años atrás, Bee Gees, históricos entre los históricos de la música, editaban este tema que suena hoy a ritmo de cancionero analítico: I started a joke (Yo comencé una broma). Era todavía el grupo primigenio y melódico, aunque esta canción fue, precisamente, la última colaboración a la guitarra de Vince Melouney, que a continuación abandonó Bee Gees, lejos aún de aquellas producciones que amenizaron los años discotequeros que siguieron a Fiebre de sábado noche.

La canción tiene hoy una relectura no solo al enmarcarla en esta serie de bulos, la mayoría de ellos malintencionados, que circulan con naturalidad por las redes sociales, donde encuentran incautos a montones dispuestos a creérselas y difundirlas con mayor rapidez que la propia con la que avanza el virus. Una broma que en la canción de Bee Gees tiene un efecto indeseado para su autor: "Comencé una broma / que hizo llorar a todo el mundo", pero "but I didn't see / that the joke was on me, oh no!" (no vi que la broma caía sobre mí, ¡oh no!") . En la canción, el protagonista de la broma finalmente muere, "lo cual hizo vivir a todo el mundo". Sus notas sonaron en el funeral de Robin Gibb, de quien en youtube se pueden encontrar grabaciones en directo de este I started a joke que, décadas después de haber sido compuesta y editada, suenan en la voz del cantante con un tono de lamento melancólico y culpable.

Eso es lo que puede pasar aquí: maldita la gracia de muchos de los chistes que recibimos, replicamos y difundimos. ¡Qué poca gracia la de quienes se saltan la prohibición y circulan por unas calles vaciadas con toda razón! Son tantos que en algunos momentos la cifra de denunciados superaba a la de los infectados. Vamos, que tenemos más gilipollas que enfermos y, con perdón por frivolizar, los enfermos sanarán -para ello trabajan unos y rezamos otros- pero esta plaga de gilipollas nos continuará acompañando cuando toda esta pesadilla sea solo un mal recuerdo.

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