Análisis

rogelio rodríguez

Estado de desolación

Una gran mayoría de ministros, cada día más anónimos, cobran por tareas desconocidas

Si este país recupera algún día la salud, la coherencia, la cohesión, la estabilidad política y económica, no será bajo el mando de los actuales timoneles de la causa pública. Ojalá que sí. Pero no. El Estado de Derecho es hoy un Estado de desolación. Y lo es porque en medio del mayor drama pandémico desde 1918, con España sumida en una crisis general de incalculables consecuencias, encabezando el ranking de Europa en contagios y con una tasa de muertos que, este otoño, dobla a la del Reino Unido y triplica a Italia, el Gobierno y las disolutas fuerzas que lo apoyan fraguan su poderío en el taller del despotismo y la necedad, con la aquiescencia inexpresiva de una sociedad atónita y bipolarizada, conducida al abismo. La autocracia, en este caso fraccionada, y la majadería son pesebre de virus de todo tipo y a cuál más dañino.

La grave coyuntura del momento requiere la gestión de un Gobierno sólido que prime lo pragmático sobre lo ideológico y ejerza el liderazgo que le concierne en lugar de la fraudulenta cogobernanza que diluye deberes y facultades y envilece la homogeneidad entre regiones. No es el caso. No lo es con un presidente, Pedro Sánchez, que evacua obligaciones que sólo a él competen y soslaya la normativa constitucional en aras de su estancia en el poder; que sustenta su permanencia en la política variable, según dispongan sus socios de investidura, y que se burla con altivez de la intangible función del Parlamento, como acaba de hacer de forma alevosa con el estado de alarma, obrando al dictado, también cambiante, de los que reniegan y violentan las instituciones democráticas. Un presidente que maneja la mentira con tosquedad y cede al chantaje de su forzado vicepresidente, Pablo Iglesias, deudo de secesionistas y abertzales, como atestiguan los Presupuestos Generales del Estado que acaban de presentar. Y no lo es con un Gobierno en el que una gran mayoría de ministros, cada día más anónimos, cobran por tareas desconocidas o por administrar materias en las que son neófitos, circunstancia del titular de Sanidad, Salvador Illa.

"La salud de un pueblo está en la supremacía de la ley", decía Cicerón, y en la robustez que conlleva el ineludible afecto de todo dirigente al interés general. Lo contrario de cuanto sucede aquí, donde en la propia sede de la soberanía nacional se concede licencia de impunidad a un Ejecutivo, a un presidente, que delega sus graves competencias en la lucha contra el maldito coronavirus a 19 gobiernos autonómicos, incluidos Ceuta y Melilla. Los derechos fundamentales que ampara la Constitución a expensas del criterio de diecinueve presidentes desiguales que, a su vez, facultarán a otros tantos consejeros de sanidad que, finalmente, también decidirán, llegado marzo, sobre la continuidad o no de un estado de alarma que viola el espíritu que señala la Carta Magna. Ni los ciegos de los que hablaba Galdós en Doña Perfecta, ni los sordos, pueden ser felices en este país, al que una lamentable generación de políticos ha convertido en un infierno de despropósitos.

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