Análisis

manuel campo vidal

El independentismo está roto por dentro

La audiencia mediática del juicio por el procés decaía (salvo en Cataluña ) pero los ilustres testigos de esta semana la recuperaron: Rajoy, Soraya, Urkullu, Montoro y Zoido. Otros comparecientes quedaron eclipsados, léase Tardá, Rufián o Colau. Gran conclusión, que no resuelve nada: nadie se hace responsable del fiasco del 1-O. Los acusados de organizar el referéndum ilegal, para escabullirse de la Justicia; y los responsables del Gobierno porque no quieren reconocer, o identificar, al que dio la desafortunada orden de intervención. Rajoy miró hacia abajo, Soraya también y el tercero en la cadena de mando, Zoido, respondió como si fuese un acusado y no un testigo. Predominó el "no lo sé" o "no me acuerdo" y sólo fue explícito para derivar la responsabilidad hacia "el mando operativo". Todas las miradas se centran en el coronel de la Guardia Civil que estaba al frente del despliegue. Comparecerá sabiendo que mentir ahí es un grave delito. O quizás acepte una responsabilidad que no sea suya.

Pero el mal trago del 1-O existió. Y su impacto emocional fue tal, que, como ha sugerido Enric Juliana, si el día 2, antes del 3 en el que habló el Rey, se ponen de acuerdo Puigdemont y Junqueras y convocan elecciones catalanas, el Estado español hubiera tenido una gravísima crisis. La peor. Desaprovecharon la oportunidad, probablemente por su desconfianza infinita.

Que estos dos personajes, o sus partidos, superen su profundo recelo es metafísicamente imposible. Se acusan de deslealtad sin límites y el ambiente en los bancos de los acusados se corta con un cuchillo. Puigdemont no convocó elecciones el 2 de octubre, por suerte; pero tampoco el 26, por desgracia para todos, tras anunciarlo internamente de madrugada. No lo hizo, como recordó Urkullu, porque ERC y otros le montaron una manifestación bajo la ventana de su despacho, y en su partido empezó un goteo de dimisiones, mientras Rufián escribía en Twitter, con la foto de Puigdemont boca abajo, lo de "155 monedas de plata".

Si esa cita electoral se hubiera producido, difícilmente nadie estaría siendo juzgado, al menos por estas acusaciones. Pero cualquier cosa que pudiera ir mal, ha ido a peor. Sabíamos que aquella madrugada del 26-O en que Puigdemont concluyó que lo mejor era ir a las urnas, Junqueras estuvo especialmente áspero con él; y a las pocas horas activó los mecanismos de presión, por más que Rufián disimule ahora. Pero lo que no conocíamos es que cuando Puigdemont desistió de firmar la convocatoria lo persiguieron para que lo hiciera, los mismos que se lo habían impedido. Puigdemont se echó al monte y le endosó a Forcadell que leyera la declaración de independencia ante el Pleno. Rajoy aplicó el 155.

Pero la confesión de Forcadell más sincera se la hizo a una compañera reclusa. Asegura que no fue consciente de lo que pasaba y se queja de que Junqueras le recomendara "tranquilidad", que no iba a suceder nada grave. Tiene palabras duras para el de ERC y desprecio a Puigdemont. Lamenta, más que el hecho de estar en la cárcel, el no poder disfrutar de su nieto de siete meses.

Sin embargo, Junqueras siempre consideró la hipótesis de la prisión. Lo afirmamos con rotundidad porque así nos lo expresó el 8 de mayo de 2017, cuando nos concedió una entrevista para Canal Historia. Fuera de cámara, respondió que no podía adelantar pronósticos porque "haremos algo fuerte y no sé cuánto tiempo estaremos en la cárcel". Me impactó. Acertó el final, pero acaso erró en el tiempo que ese suplicio duraría.

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