Análisis

ALEJANDRO MORALES

El mérito de gerardo

Piqué se atreve abiertamente a tocar las pelotas. Los vascos evitan decir 'España'

Al abrigo del 'pajarillo' de Twitter asistimos no hace mucho a uno de los 'zascas' más contundentes y evidentes que yo recuerde. Se lo dieron al periodista Quique Peinado, reconocido rayista, condición la suya que parece tener que llevar aparejada sí o sí la de militancia en posiciones muy de izquierdas. Sugería que en ningún caso debía mezclarse la política con el deporte, toda una invitación a ser 'abofeteado' virtualmente, por ser justamente él autor de un libro que se vende bajo el título Futbolistas de Izquierdas. La mezcla de ámbitos aparentemente tan distanciados, en efecto, nunca ha sido un buen negocio, pero no podemos ser tan ingenuos de pensar que la intoxicación vaya a cesar. El fulgor del dinero y la perversión de la política, su reduccionismo hasta parámetros únicamente relacionados con ganar votos y mantener poderes, invalida cualquier esperanza.

Conviene, a mi juicio, que nos adaptemos de una vez al emponzoñamiento crónico que sufre el fútbol y cualquier otra disciplina susceptible de importar a la gente. Aunque eso implique tragar con atentados a la coherencia como el de Piqué, quien aparta a un lado sus ideales cuando se trata de seguir en la elite y sumar internacionalidades, fama y billete, aunque el escudo le queme o le resbale.

A Piqué le concedo un mérito que sin duda tiene que ver con su personalidad arrolladora, carismática y, llámenme loco, un tanto narcisista: Gerardo se atreve abiertamente a tocar las pelotas, cosa que otros, tan poco orgullosos de jugar con España como él, no hacen o disimulan bien. Llevo años observándolo, lo que me permite ser una eminencia en la materia: cada vez que un futbolista vasco habla de la selección lo hace obviando las palabras 'España y 'español'. No les sale. Para ellos, ir a la selección es "ir a la absoluta". Ésto, como lo de Piqué, dejó de afectarme hace mucho tiempo. Al fin y al cabo siempre me sentí representado, qué remedio, por gente tan dispar como Donato, Dujshebaev, o, llegado el caso, el dopadísimo Juanito Muehlegg.

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