El lanzador de cuchillos

Alí

"Soy el campeón mundial, he luchado por este país, tengo una medalla de oro y voy a comer aquí"

En la entrega de medallas de los Juegos de Roma, tenía a un ruso a un lado y a un polaco al otro. ¡Me sentía tan orgulloso! ¡Campeón olímpico, nada menos! ¡Ahora sí podré almorzar en un restaurante del centro de mi ciudad!, pensé. Y a la vuelta, me fui al centro de Louisville, con mi enorme medalla de oro, me senté en un garito y pedí a la camarera una taza de café y un perrito caliente. La chica me dijo: We don't serve niggers. Me enojé tanto que respondí: Yo tampoco como negros, sólo quiero una taza de café y un perrito. Soy el campeón mundial, he luchado por este país, tengo una medalla de oro y voy a comer aquí. Ella dijo que tenía que consultarlo con el encargado y al momento vino con la respuesta: Yo no hago las reglas, pero te tienes que marchar. Tuve que irme de aquel sitio. Acababa de ganar una medalla de oro, ¿y no podía comer en un restaurante de mi ciudad? Algo no iba bien".

Esta anécdota, archiconocida, la contó Muhammad Alí en 1971 durante una entrevista que le hizo en la BBC el periodista Michael Parkinson (de apellido premonitorio). En ella, Alí, firme defensor de los derechos civiles de las minorías raciales, se cuestionaba, con su habitual verborrea y su innato sentido del espectáculo, por qué la bondad o la belleza se representan siempre con el color blanco y el negro adjetiva indefectiblemente lo innoble y lo pavoroso: "¿Por qué la torta de ángel es blanca y la torta del diablo, un bizcocho de chocolate?".

Muhammad Alí, nacido Cassius Marcellus Clay, no era estrictamente un activista, pero su influencia fuera del ring desborda la de cualquier otro deportista de su tiempo. No erraba Marc Bassets cuando, con motivo de la muerte del mito -de la que se cumplen ahora cuatro años-, afirmó que el impacto de sus gestos es comparable al de los discursos de Martin Luther King. Alí es un protagonista incómodo de la América de su tiempo. Su negativa a participar en la guerra del Vietnam -"ningún vietcong me ha llamado nigger"- le costó perder todos sus títulos y la licencia de boxeo durante los mejores años de su carrera y le granjeó la animadversión de buena parte del país, que lo consideraba un bocazas radical y antipatriota. La reconciliación definitiva tuvo que esperar hasta 1996, cuando un Alí muy limitado por el parkinson encendió el pebetero olímpico en Atlanta. Sobre la ruina física del viejo púgil se alzó, aquella noche de verano, la dignidad incólume de un deportista honesto y un ciudadano valiente. El orgullo de un negro que nunca se dejó pisar el cuello.

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