Amor, comercio y Navidad

La Navidad debería ser una celebración íntima o,si se desea, lo más familiar posible familiar, pero cadavez es menos así

Los que somos de pueblo o de barrio antiguo, hemos tenido la suerte de conocer, en sustancial esencia, los modos de recordar, conmemorar y celebrar esos mitos que bordean nuestra existencia, muchas veces hasta la definen marcando la sucesión de los tiempos con los que dividimos el devenir en nuestras vidas.

En la civilización occidental hemos marcado, durante los últimos dos milenios, los distintos momentos del año mediante conmemoraciones religiosas, con las que se evocan y recuerdan momentos del tiempo litúrgico, de las liturgias comunes que se celebran por las distintas creencias cristianas, en torno a la figura y a la vida de Jesús y su mensaje permanente e inalterable de amor al prójimo.

Pero, en los tiempos recientes, el asunto ha cambiado mucho, porque la Navidad casi debiera ser sólo una celebración íntima o si se desea familiar y lo más cercana posible, en la que el espíritu de fraternidad y el mundo de los afectos destacasen como principal, si no única característica. Pero cada vez es menos así. Recuerdo, hasta donde la memoria es aún capaz de alcanzarme, cuando en las casas se hacían los portales de Belén en medio de la alegría y cierta algarabía de niños y de mayores, signo inequívoco de la llegada de la Navidad, días en los que, previamente, se hacían las "matanzas", es decir, finiquitaba la vida de aquellos pobres cerdos, que llegaron a casa pequeñitos y crecieron y engordaron arrobas y luego se convirtieron, para sobrellevar el frío invernal, en jamones, lomos, chorizos y con cuyas mantecas, nuestras madres y abuelas elaboraban aquellos dulces -mantecados- con blanquísimas harinas, sabiamente mezcladas con raspaduras de limón, almendras molidas, ajonjolí y azúcar que se llevaban a los hornos de leña y volvían dorados y fragantes y nos alegraban los días de las pascuas, en medio de cantos de villancicos y perfumes deliciosos de los aguardientes de Rute, de los que ya decía Valle-Inclán que eran la bebida elegante. Y la Misa del gallo y los Reyes Magos, pero todo muy íntimo, compartiendo, compartiendo siempre alegría, dulces, villancicos y sonrisas.

Luego fue el árbol de Navidad, que desconocíamos por completo en estas latitudes. Y los escaparates llenos de luces, colores y adornos de bolas brillantes y espumillón dorado. Y el trajín de comprar y vender regalos, carnes, mariscos, pescados. Comercio y gasto sin freno, como si ese fuese el motivo de la fiesta. Y el árbol, poco a poco, dejó de ser árbol, para convertirse en esqueleto, en una especie de jaula inerte de hierros y de luces, queriendo ser lo que no es. ¿Será que, dentro de esas jaulas, con tanta fantasía, tramoya e irrealidad, se ha quedado preso el verdadero espíritu de la Navidad? ¿O no?

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