La ONU señaló el 8 de septiembre como Día de la Alfabetización, para que nos sensibilicemos sobre la trascendencia de la enseñanza, los graves problemas que derivan de la incultura y las inmensas disimilitudes mundiales que existen en «el acceso universal a una educación de calidad y oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida de las personas». El objetivo de la campaña sería que se articulen medios para que todos los jóvenes aprendan a leer, escribir y conozcan algo de aritmética. Y me hago eco, cómo no, de la propuesta, porque son miles los millones de analfabetos que aún pueblan el mundo. Muchos más de los que dicen las benignas estadísticas, buenistas, simplistas, qué sé yo, que dan por alfabetizado a quien sepa solo garabatear con un lápiz, al no atreverse en su día la ONU a fijar, para calificar a alguien como alfabeto, que supiera al menos resumir los derechos humanos básicos. Lo que obliga no solo a reproducir signos, sino a escribir pensando lo que se dice y cómo se dice, un listón que, de aplicarse, acaso multiplicaría los analfabetos reales del siglo XXI. Porque escribir exige pensar, ordenar ideas abstractas, poner en marcha un proceso psicológico que, como dice Siri Hustvedt, además y más allá de permitirnos acceder al pequeño gran milagro de expresar realidades internas y externas por medio de signos jeroglíficos, que puedan compartir otros, comporta también un fenómeno neuronal que incide en los sistemas motosensoriales del cerebro con implicaciones evolutivas y genéticas del organismo. Implicaciones que, estudiadas desde hace décadas, hoy constatan, según S. Pinker que la alfabetización aumenta el cociente intelectual incrementando la mentalidad analítica y la inteligencia abstracta que nos permite acceder a la tecnología digital y al ciberespacio a través de la manipulación de símbolos y los patrones intangibles que nos exige el futuro. Una progresión evolutiva, para la que el analfabetismo es un lastre social, por desgracia ni tan lejano ni tan residual como querríamos, mientras seamos capaces de convivir, indolentes, con esa realidad, tan patética, como la del incesante incremento de los barrios marginales o de esos poblados de chabolas creciendo como setas en nuestros campos, que denunciaba Coexphal estos días, en los que malviven miles de inmigrantes, niños incluidos, sin acceso a las enseñanzas mínimas que les instruya y dignifique como humanos.

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