SI no fuera por la mecha (presta a encenderse) del orgullo fonético del andaluz, los nativos no tendríamos demasiados motivos para sentirnos zaheridos por las alusiones de las otras comunidades. Una vez fileteadas y congeladas en el Estatuto las sustancias básicas que componen nuestro ser primordial sólo nos queda como seña de identidad fresca y viva el habla o, mejor dicho, las hablas diferentes que componen esa abstracción identitaria que llamamos el andaluz. Aquí no admitimos bromas. Ni puyas ni chanzas. Pero la derecha (catalanista o no) insiste en meter el dedo en la llaga. Ahora ha sido Mas pero antes, en 2009, la diputada del PP catalán Montserrat Nebrera se sumó a la larga lista de dirigentes que tienen en su haber ofensas al habla de los andaluces. Nebreda, refiriéndose a Magdalena Álvarez, dijo en una radio: "Tiene un acento que parece un chiste". Hasta Arenas se puso hecho un basilisco contra la compañera de partido. Ana Mato también hizo su aportación: "Los niños andaluces son prácticamente analfabetos". La fonética nos duele, mucho. En cambio nos azora bastante menos lo que podríamos llamar el contenido, la semántica del menosprecio: el envoltorio más que la sustancia. La santa ira de los andaluces arde cuando nos mientan el acento. Siglos de ingratitud, proveniente incluso de los nuestros, son más tolerables.
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