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Rafael / Padilla

Anhelan la Mezquita

SIGO con atención la iniciativa, impulsada por la Plataforma Mezquita-Catedral de Córdoba, de pedir firmas a favor de la expropiación del templo. Naturalmente están en su derecho. Pero lo que ya no me parece tan comprensible es la celeridad con la que la Junta de Andalucía, una institución presuntamente rigurosa, se ha mostrado abierta y dispuesta. Sus manifestaciones desconocen, además, las más elementales garantías constitucionales sobre el derecho de propiedad.

Leo un documentado artículo de Santiago Cañamares, profesor titular de Derecho Eclesiástico del Estado en la UCM, que, a mi juicio, aporta luz suficiente. Que la Mezquita-Catedral pertenece a la Iglesia desde hace siglos es un hecho incontestable. El suelo, concretamente desde el año 550 después de Cristo. Allí y entonces se edificó la basílica de San Vicente mártir. Con el paréntesis excelso de la construcción de la Mezquita y de su disfrute hasta la reconquista, son 1.014 años los que el inmueble ha estado en posesión de la Iglesia católica.

Oiga, y si eso es así, ¿por qué no se inscribió en el Registro de la Propiedad hasta el año 2006? Pues porque hasta 1998 la legislación hipotecaria no permitía la inscripción de bienes públicos de uso público ni de templos dedicados al culto católico. ¿Pudo haberlo intentado en ese momento la Administración? Sí, pero ni lo hizo ni se opuso.

¿Cuáles son, pues, las vías que restan abiertas para la nueva pretensión? La Junta puede, en primer lugar, argumentar que la Mezquita le pertenece, acreditando fehacientemente el origen de su adquisición mediante título o por usucapión. Ello, obviamente, no se vislumbra fácil. En segundo, también puede proceder a la expropiación. En este supuesto, la dificultad es doble. Por una parte, según nuestras normas, sólo se considera causa legítima de expropiación de este tipo de bienes la existencia de un peligro de destrucción o de deterioro o un uso incompatible con sus valores. Que la Mezquita-Catedral no se cae y que se utiliza para lo de siempre, son dos realidades palpables. Por otra, toda expropiación exige un justiprecio que, en el conjunto que nos ocupa, resulta tan incalculable como inasumible.

Esos son los términos exactos de un anhelo que tiene mucho más de visceral que de fundado. E iniciar en estos tiempos críticos una batalla social y jurídica tan disgregadora e incierta, un error que, aun contra sus pasiones, deberían evitar quienes nos gobiernan.

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