LA llamada sentencia del Estatut ha aparecido tras años de espera cuando nuestras ciudades están invadidas de banderas españolas con motivo del mundial de fútbol. Aunque supongo que la distribución de la enseña nacional por la geografía peninsular será desigual en estos días, que habrá más banderas en los balcones andaluces que en los catalanes o vascos, lo que no deja de sorprender es que en tan pocos años parece haberse normalizado nuestra relación con los símbolos nacionales.

Hemos transitado, como sociedad, de la desafección originada por el abuso de banderas, himnos, uniformes y desfiles que hizo durante décadas la dictadura a la reconciliación con nuestros símbolos patrios. Hasta el extremo de que hoy, al mismo tiempo que el Tribunal Constitucional discute si somos o no somos, la fiebre roja recorre el país en triunfo prematuro como si lo que nos une fuera siempre más importante que lo que nos separa. Somos realmente un país de contrastes. Probablemente todos los países lo son vistos de cerca. Nosotros lo somos tanto, cuando nos movemos de una región a otra, de una ciudad a otra, como cuando viajamos en el tiempo. En ese caso más aún. Nadie que pudiera viajar de los años sesenta al presente en un instante aceptaría de buen grado que no se ha movido de galaxia. Quienes íbamos ya al colegio en los primeros sesenta, empezábamos cada jornada entonando el Cara al Sol mientras se izaba la bandera preconstitucional. Después, en los últimos setenta, denostamos toda clase de símbolos, ahítos de tanta imposición y confundidos entre el autoritarismo y la necesidad de cambio. Hoy, mientras unos abrazamos sin recato enseñas que aún son percibidas como de pasado dudoso, otros desconfían de ellas como si apoyar a la selección nacional de futbol les pudiera contagiar el virus del nacionalismo español.

En fin, entre emocionados por la recuperación del orgullo nacional futbolístico y defraudados por que el Constitucional no reconoce el distanciamiento que plantea el Estatut, avanza el verano camino de victorias deportivas (tenis, automovilismo, futbol, ciclismo, etcétera) y mejoría de la economía. Pero los españolitos no dejamos de buscar motivos para el desencuentro. Si fuera verdad, como decía Goethe, que la conformidad nos deja indiferentes y la contradicción nos hace productivos y eficaces, habría motivos más que sobrados para la esperanza. Porque de este fárrago de contradicciones podría salir la productividad que no tenemos y la eficacia que tanto necesitamos en tiempos de zozobra.

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