Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Barrio España

Milagrosamente perdura la España barrial de la infancia, fraternal y alegre

Buena parte de mi infancia, y perdonen hoy la impudicia autobiográfica, la pasé en el Barrio España, lugar que se ubica en el triángulo que forman al norte de Valladolid, los ríos Pisuerga y Esgueva con el viejo cementerio del Carmen. Se trataba de un territorio humilde, nutrido por la emigración rural de posguerra. Aquel barrio España, supe luego, se llamó República en el breve tiempo que esta duró. La cuestión es que el nombre del que fue mi paisaje infantil provocó que, durante mi niñez, España fuera para mí un adjetivo, siendo lo sustantivo, podríamos decir, mi patria, el barrio en sí. Y barrio, como concepto, denotaba simplemente una idea abstracta de fraternidad, de alegría, de casa con la puerta abierta. En cualquier caso, no tardé en darme cuenta de que mi circunstancia, mi país, era España, una palabra, cotidiana en mi casa, que pronto, y no sin asombro, descubrí problemática en otras geografías. Tomé conciencia, digamos, de que mi generación tampoco escaparía de esa tarea, nada original, de tener a España como preocupación.

El problema de España se hacía evidente en esa necesidad de adjetivar su nombre propio para acotar una idea plausible de país frente a su contrario. Así, la tercera España, frente a las otras dos; la España plural, frente a la una, grande y libre; la vertebrada y la inteligible, frente a las que no lo son. La eterna, claro, frente a la anti-España, y el Estado español, frente a España. Para mi generación, desde luego, la opción antirromántica por la ortodoxia constitucional ha sido una tentación. España, como explicamos a los alumnos, no sería sino un Estado Social y Democrático de Derecho. Una idea jurídica de modernidad. Sin embargo, ya no cabe engañarse, y es preciso reconocer que, por muy racionalista que uno se pinte, afirmar la Constitución no es bálsamo suficiente contra el desgarro sentimental que produce el repudio xenófobo y tribal de aquellos a los que se mira desde la fraternidad; ni tampoco frente a la vergüenza que hace sentir el colectivo reaccionario que quiere convertir España, su idea de ella, en un miserable trágala. Es tal vez por ello que para muchos empieza a ser consuelo el comprobar cómo, en multitud de lugares, y milagrosamente, perdura la España barrial de la infancia, fraternal y alegre, con la belleza de sus símbolos y la generosidad de sus festivales. Militar por ella parece hoy una forma cabal de ser nacionalista español, como lo es el que esto escribe, a qué negarlo.

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