El azote de la pandemia, que ni cesa ni afloja, además del consabido descalabro económico y social, está provocando importantes daños sicológicos en la población. El hecho de que el virus haya quebrado de forma tan abrupta nuestra cotidianeidad genera un sinfín de emociones negativas -ansiedad, frustración, miedo, aislamiento, tristeza-, configurando un tiempo oscuro, desalentador, plagado en la mente de cada cual de presentes ingratos y futuros amenazantes.

Es en estos momentos de zozobra cuando renace el valor de un concepto, el de rutina, tradicionalmente acompañado de una perseverante mala fama. Nada nos parece ahora más saludable que volver a tener una existencia ordenada, previsible, a salvo de sobresaltos y zigzagueos. Alcanza así sentido la intuición de Kafka: "Lo cotidiano, señalaba, en sí mismo es ya maravilloso". Y es que lo rutinario, esa repetición mecánica de actos que constituyen nuestras costumbres, nos aporta una tranquilizadora sensación de control de la realidad. Los hábitos protegen y ayudan a los individuos en la búsqueda de un mínimo sosiego porque les permiten saber qué esperar. Si se fijan, la denostada rutina logra, como casi nada, que rentabilicemos nuestras horas y nos otorga la posibilidad de vivir más intensamente aquello que nos interesa. Esta conclusión, que pudiera tildarse de errónea, viene sin embargo avalada por numerosos estudios, como el realizado por la sicóloga Samantha J. Heintzelman, autora de un recomendable artículo (Routines and Meaning in Life, Rutinas y sentido de la vida) en el que defiende con pasión cuanto antecede.

No anda ni mucho menos equivocada. Ansío -y hablo por mí- dejar atrás esta orgía de improvisaciones, de circunstancias cambiantes y acontecimientos sorpresivos que descarrilan el circular gloriosamente monótono del tren de mis días.

Necesita el mundo recuperar sus rutinas, ese hacer conservador que ancla sus naves en aguas calmas. Nos sobra vértigo y nos falta quietud. Ojalá pronto cada segundo transcurra en su segundo, el temporal amaine y resurja el soberbio imperio de la normalidad. Apunta el médico indio Deepak Chopra que casi el cincuenta por ciento de la felicidad depende de las cosas que elegimos hacer en nuestra vida cotidiana. De su afirmación, me quedo con el carácter electivo de lo rutinario. Eso es lo que nos ha robado el virus: la valiosísima capacidad de diseñar libremente el mapa gozoso de nuestras benditas rutinas.

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