El lanzador de cuchillos

Benedicto XCV

Quienes le han visitado en las últimas semanas dan testimonio de su debilidad física y su lucidez mental

El próximo sábado, justo entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección, Benedicto XVI cumplirá 95 años. Como al otro emérito -el nuestro-, episodios controvertidos de tiempos pasados han venido a amargarle el final de su trayecto vital. En el mes de enero, un informe independiente sobre abusos sexuales a menores cometidos en la archidiócesis de Munich le acusaba de haber encubierto a cuatro sacerdotes en el período en que fue arzobispo de la capital bávara. Con algunos reparos -fundamentalmente jurídicos-, Ratzinger asumió su culpa en una carta penitencial en la que invitaba a la Iglesia Católica a sentir como propia la herida sangrante de los abusos.

Pecaríamos, en cualquier caso, de injustos si no admitiésemos que, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el prelado alemán libró una intensa batalla contra los excesos del clero a principios del nuevo milenio y que, como Papa, promulgó leyes muy duras para combatir esta abominable plaga. La sociedad de nuestros días suele reconocer escasos méritos a los papas, pero ni los más cafeteros de los comecuras pueden dejar de ponderar la honestidad personal y la sincera preocupación de Benedicto por “el gran pecado de la Iglesia”.

En unos meses hará también diez años de su decisión de renunciar al ministerio petrino, gesto inédito en el Papado desde los tiempos de Gregorio XII. Recuerdo el helicóptero del Papa volando por el cielo de Roma camino del retiro voluntario y haber sentido un pequeño escalofrío cuando la Guardia Suiza cerró las puertas del Palacio de Castelgandolfo, dejando dentro a Ratzinger con sus libros, sus oraciones y su soledad. Aunque en la última audiencia general de su pontificado, Benedicto se permitió una mentira piadosa: “Nunca me he sentido solo; el Señor ha puesto junto a mí a muchas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado. En primer lugar, vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría, consejo y amistad han sido preciosos para mí”. Entre los setenta purpurados que escuchaban en primera fila, más de uno debió arquear las cejas.

El Papa emérito, con su mala salud de hierro y una década de retiro y rutina, es ya casi centenario. Quienes le han visitado en las últimas semanas dan testimonio de su debilidad física y su lucidez mental. El Ratzinger de siempre. Un hombre bueno que, en el último jalón de su camino, merece, por encima de todo, consideración y respeto.

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