Brasil partido

Cuando la política tiene resabios totalitarios, emerge una pulsión lógica hacia la unanimidad

Cada vez que escucho en los medios una profunda preocupación porque Brasil sea un país partido (y no el feudo de Lula), me tomo un chupito. Bueno, en verdad, suspiro. Los datos electorales, por supuesto, permiten la frase. Ha ganado Lula, pero sin conseguir el porcentaje sobre Bolsonaro que evite la segunda vuelta. Además, en el recuento de asientos parlamentarios la derecha ha subido muchísimo. Los datos avalan la partición.

Pero lo que me hace suspirar es la preocupación de los comentaristas. Les desvela que ninguna opción se podrá imponer a la otra. Lo que supone reconocer implícitamente que si, una de las partes fuese minoritaria, ya no se preocuparían, porque la victoriosa podría pasar por encima impunemente. En una democracia donde la gran masa de libertades y derechos fundamentales estuviesen garantizados frente a la acción política, qué importaría que no hubiese una mayoría aplastante para gobernar.

Pero la política ha dejado de ser un ámbito de discusión racional entre distintas alternativas de gestionar los asuntos públicos. Si gobernar fuese, como sólo imagina Feijóo, gestionar mejor o peor las cuentas públicas, daría lo mismo que una sociedad se encontrase dividida casi a la mitad. El problema es que la política se ha convertido en el brazo ejecutivo de la filosofía y la moral de ideólogos y activistas. Tiene la pretensión de determinar nada menos que la realidad (cuántos sexos hay, qué dice la Ciencia sobre el cambio climático, de quién es la propiedad, etc.) y establecer un decálogo nuevo (pecados contra el medio ambiente, delitos de opinión y de pensamiento, tabúes 2.0, actos de fe progresista…).

Cuando la política tiene estos resabios totalitarios emerge una pulsión lógica hacia la unanimidad, por puro deseo de evitar resistencias. Pasó en el inicio de la Edad Moderna. Para forjar las naciones, se procuró la unanimidad religiosa más uniforme. Hoy juzgamos aquello con suficiencia, mientras que nuestras sociedades fuerzan ansiosas nuevas unanimidades.

Hay que aspirar a países que respeten a las minorías y amparen grandes ámbitos de libertad (educación, pensamiento, familia, creencias, etc.) en los que la política no meta mano. Mientras tanto, como mal menor, que los electorados estén lo suficientemente divididos como para que nadie sueñe imponer su agenda al otro, puede servir para ir tirando. No será para celebrarlo, pero sí para suspirar… de alivio.

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