palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Bruselas dice

CUUANDO los periódicos escriben que si "Bruselas dice" o que si "Bruselas pone" uno tiene la sensación de que Bruselas es una corte de dioses subalternos que vigila el comportamiento de los Estados y corrige con severas reprimendas sus salidas de la ortodoxia. Parece que Bruselas nunca durmiera y que como uno de esos patriarcas terribles todos los sacrificios de sus súbditos le parecieran pocos. Bruselas acaba de recomendar a España la subida del IVA, el incremento del impuesto de las gasolinas, la elevación inmediata de la edad de jubilación a los 67 años y el establecimiento de un mecanismo automático para revisar los años de vida laboral activa en función de la esperanza de vida. Bruselas exige, en fin, otra vuelta de tuerca en la reforma laboral y un mayor control de los gastos de las comunidades autónomas. Bruselas además fija las indemnizaciones a los agricultores para compensar los daños causados -por una parte de intrínseca de Bruselas- a los cultivadores del pepino. La batería de propuestas planteada en una sesión rutinaria de la Comisión Europea equivale a un todo un programa ideológico e incluso a una declaración de filosofía política. ¿Para qué tomarse la molestia en gobernar si ya existe Bruselas? ¿Qué autonomía le queda a los Estados? ¿Es esa la idea que tenían los europeístas fundadores? Es verdad que los ciudadanos podemos elegir a nuestros representantes en el Parlamento Europeo pero ¿alguien tiene al sensación de que con su voto puede alterar la ortodoxia que rige la Europa coactiva?

Pero no sólo está Bruselas. Detrás (o al lado) están los bancos internacionales, los fondos monetarios, los mercados, las agencias de valoración de riesgo, las grandes corporaciones y los especuladores libres, ese batiburrillo de oro que sostiene el entramado del capital y que regula, bajo amenaza de expulsión del paraíso, la pureza del buen gobierno. La caída en desgracia del PSOE hace poco más de un año antes su electorado no fue otra cosa que la renuncia a un programa social que contravenía los intereses generales del sistema. Basta comparar lo que ahora repite Bruselas con las expectativas generadas por el PSOE entre sus votantes para hacerse una idea de la distancia que había entre l deseo y la imposición. Cuando Zapatero dio el giro y desistió de defender el programa socialdemócrata sobre el que había sustentado su elección Bruselas respiró y los mercados se relajaron. La apostasía fue recompensada con una ligera caricia en el lomo.

¿Qué pintamos los ciudadanos en esta peculiar democracia sustentada en plataformas de intereses? ¿Qué posibilidades tenemos de defender, por ejemplo, el estado del bienestar que tantos sacrificios y años de lucha ha costado? ¿Y qué posibilidad tienen los propios gobernantes de escapar de las rigideces del sistema?

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