El próximo 20 de enero Barack Obama entrará en la Casa Blanca como nuevo presidente de los Estados Unidos de América. No cabe duda de que es una buena noticia. Y no sólo por las expectativas de futuro que se abren en aquel país envidiable, sino también porque el inquilino anterior, el inefable George Bush, saldrá con las maletas en dirección a su rancho, cerrándose así uno de los periodos más tristes y reprobables de la historia reciente del mundo. Por eso es comprensible que la alegría o el alivio se extiendan por doquier. Pero también es cierto que esa alegría es una alegría polivalente: la verdad es que Bush se hubiera ido de todas las maneras, ganara quien ganara en estas últimas elecciones estadounidenses. Ahí está lo mejor: Bush se va para siempre. Esperemos que con su marcha también desaparezca para siempre su manera de entender la política (económica o militar), una política que ha elevado por todas partes los niveles de confrontación y pobreza, irresponsabilidad, autoritarismo.
Este verano, en las tiendas de la Quinta Avenida de Nueva York, se ofrecían al visitante, junto a pequeñas estatuillas de la libertad, pegatinas y chapas con el lema "19 de enero, último día de Bush". La gente de todos los países que paseaba por allí las compraba con ilusión y picardía porque la pesada carga del último presidente republicano de los Estados Unidos se había vuelto insoportable. Y esa evidencia ha multiplicado, al margen de las virtudes objetivas de Obama, el entusiasmo y la ilusión: nada podía ser peor que Bush.
Pero todo tiene un límite: la política (sobre todo la exterior) no se cambia de la noche a la mañana y, una vez producidos los cambios, sus efectos tardarán en notarse. Y más aún cuando otros líderes del mundo se encuentran confortablemente instalados en la crispación o el desafío. Dialogar y entenderse, establecer acuerdos o encontrar medidas que mejoren la vida de la gente es tarea complicada: hay que aunar voluntades, limar diferencias, comprender al otro. En España lo sabemos muy bien: si el Partido Popular hubiera colaborado un poco, en la legislatura anterior se hubieran podido hacer más cosas; o, simplemente, hacer mejor las cosas. Pero la inercia es cómoda. Y la confrontación exime (aparentemente) de responsabilidad.
Así que no nos engañemos, sigamos trabajando (problemas no nos faltan), que Obama no resolverá la situación escandalosa del Centro Comercial Nevada, ni contribuirá a terminar de una vez las carreteras que tanto nos aíslan, ni impedirá que se malbarate la Casa Agreda: Obama (por suerte o por desgracia) no gobernará en estas tierras.
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