Cierra los ojos

No parece que nos hallemos, al igual que en el XIX y el XX, al borde del precipicio

Ahora que la derecha también hace pintadas y desluce estatuas de viejos próceres -o no tan próceres-, parece que hemos llegado a un paroxismo de idiocia y malos modos que acaso preludie tiempos peores de los que nos afligen. Incluso la prensa y los economistas foráneos empiezan a preguntarse si España será un Estado fallido, y si es sensato suministrarle fondos de la Unión a un miembro entregado al populismo y la refriega. Esto, sin embargo, no ofrece novedad alguna. En el siglo XVIII, el enciclopedista, notoriamente imbécil, Masson de Morvilliers, ya se preguntaba en su artículo dedicado a España qué había hecho este país por Europa en los dos, cuatro, diez últimos siglos... En fin, ahí tenemos al vicepresidente del Gobierno, señor Iglesias, cumplimentando al Rey con una discreta, pero sincera, caída de ojos. Y ello en el Día de la Hispanidad; ese día en que se conmemora, según Morvilliers, que España no tenga relevancia alguna en la Historia Universal y en el nacimiento del mundo moderno.

Como digo, parece que el tono, entre apocalíptico y orate, de la política no augura nada de importancia (el señor Rufián prevé una moción de censura "salvaje"). Lo cual, probablemente, deba achacarse a la inanidad intelectual de los contendientes, que no admiten comparación alguna con la vieja clase política del XIX y el XX, desde Valera y Cánovas, hasta Azaña, Marañón y Ortega. No obstante, debemos recodar que dicho brillo cultural no evitó en modo alguno que tanto la I República de Pi y Margall como la II de Alcalá Zamora se fueran estrepitosamente por el desagüe, y no sólo por causas externas a los repúblicos. Pero, ni siquiera entonces, la España inútil de Morvilliers, la atribulada España del XIX ("Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros", confesó don Estanislao Figueras al despedirse como presidente la I República), consiguió malograrse irreversiblemente, como un souflfé.

Quiere esto decir que no parece que nos hallemos, al igual que en el XIX y el XX, al borde del precipicio. Tampoco los fatigosos y mezquinos nacionalismos, centrales y periféricos, han logrado sumir la vasta realidad española en los términos que impone su caricatura. El señor Iglesias, repito, cierra los ojos para saludar al Rey y porta un lema en la mascarilla, "sanidad pública", acaso para recordarse sus propias obligaciones. Lo cual, bien mirado, no deja de ser una forma civilizada y cursi de disentir en un país que se mueve, según dicen, ¡oh, fatalidad!, entre la inexistencia y el fascismo.

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