Comer, morir

En el programa de José Andrés había una precisa y cordial pedagogía culinaria de la que carecen otros

Como ya sabrán ustedes, el sábado cayó un misil en las cocinas que el asturiano José Andrés tenía montadas en Járkov, y en la que resultaron heridos algunos de sus ayudantes. No es la primera vez que este cocinero, con cara de honesto bon vivant, se planta en mitad del infortunio para hacer aquello que más nos ennoblece: ayudar a otros. Ya lo había hecho en desastres naturales recientes, con su ONG World Central Kitchen, y ahora vuelve a hacerlo, en esta incivilizada y brutal carnicería, dando de comer, por millares, a una población amenazada y exánime.

Desde luego, su programa de televisión no tuvo el éxito del de Arguiñano. Pero también es cierto que en José Andrés había una precisa y cordial pedagogía culinaria de la que carecen otros. Ahora que este asturiano se ha convertido en un héroe (un héroe que no quiere serlo y que, por supuesto, no tiene cara de héroe), uno recuerda aquella frase de Cunqueiro, uno de nuestros grandes escritores gastronómicos, junto a Camba, Pla y Nestor Luján, en la que don Álvaro decía que "el hombre ha puesto más imaginación en la cocina que en el amor o que en la guerra". Lo cual se comprueba hoy dramáticamente, no por lo que atañe al amor, gozosamente monocorde, sino en la aplastante uniformidad que impone el terror, que nos iguala en una trémula y urgente biología. Uno quisiera recomendar un libro donde las armas y los fogones convivieran pacíficamente, como Los tres mosqueteros (del excelente gastrónomo Alexandre Dumas, cuyo Diccionario de cocina es, sencillamente, extraordinario); para lo cual también valdría El Quijote, el Gargantúa o cualquiera de las obras de Shakespeare, donde late un franco y alegre amor al vino.

Sin embargo, hoy no hablamos de las cocinas, de los copetudos chefs, de la noble ciencia gastronómica, donde España ha alcanzado una pacífica supremacía. Hablamos del sencillo hecho de comer, tan infrecuente y accidentado en una guerra. Y es ahí donde aparece este señor, asentado en los USA desde hace años, para ofrecer, modestamente, su generosidad y su arrojo. El otro día, como ya hemos dicho, resultaron heridos cuatro de sus ayudantes, mientras que otra persona encontró la muerte en aquel lugar. Eso es lo que parece que nos enseñan las guerras: la súbita cólera con la que el hombre destruye; el lento maniobrar de la vida, que nace, por ejemplo, de un corazón alerta, de una cabeza civilizada, de la imaginación gastronómica de un cocinero, mucho más grande y más humana que la parva ciencia de la muerte.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios