Concordia

La facción soberanista ha renunciado a la unión en la diversidad y prefiere la imposición al acuerdo genuino

De actualidad a propósito de la anunciada negociación entre el Gobierno de España, apoyado por la extraña mayoría que lo sostiene en las Cortes, y los partidos catalanes representados en el Govern de la Generalitat, que parecen seguir distintas estrategias pero se han mantenido firmes en el compromiso de apostarlo todo a la independencia, la palabra latina concordia tiene una larga tradición política que remite en particular a la agitada última etapa de la República romana, cuando el término fue reiteradamente invocado por los oradores para evitar el peligro de la stasis o guerra civil, en la que los rivales se disputaban el poder por la fuerza. Los historiadores explican, sin embargo, que el sonoro ideal de la concordia ordinum, por decirlo con la famosa fórmula de Cicerón, estaba asociado a una concepción aristocrática de la gobernación que tenía como principal objetivo preservar la autoridad del Senado frente a los magistrados de menor rango y más tarde frente a la plebe urbana, que a la postre sería decisiva en el nacimiento del Imperio. Dicho de otro modo, el proclamado anhelo de armonía entre los principales, que tenía también implicaciones religiosas, no se extendía a todo el cuerpo cívico y era más bien, con matices vinculados a los distintos momentos del largo contencioso, un recurso de la clase dirigente para defender sus privilegios. Recordábamos todo esto, reparando en lo equívoco de las hermosas palabras cuando se usan para encubrir la realidad de los hechos, al escuchar la amable consigna del Gobierno en el agrio debate provocado por los indultos a los políticos presos. ¿Qué significa la concordia en este contexto? Desde la restauración de la democracia, los nacionalistas se han beneficiado de una posición de predominio tanto en la vida autonómica como en la nacional, donde han tenido, como ahora, un ascendiente que excede con mucho su representación, en efecto amplia pero no referida a todos los catalanes. Porque no es Cataluña entera la que aspira a independizarse, sino sus élites, ciertamente apoyadas por una parte muy importante del cuerpo electoral. Y sorprende que quienes pretenden pactar con ellas, sabiendo que no descartan la llamada vía unilateral, no hablen de la población catalana no nacionalista, esa mitad que no cuenta en los planes del soberanismo para el que los otros -charnegos, traidores o enemigos- apenas merecen el título de ciudadanos. El problema, por lo tanto, no es España. El problema es que en Cataluña gobierna una facción que ha renunciado a la unión en la diversidad -in varietate concordia, dice el lema de la Unión Europea- y prefiere la imposición al acuerdo genuino.

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