la tribuna

Gerardo Ruiz-Rico

Constitución y segregación por sexos

UNA de las más importantes contribuciones de la Constitución española de 1978 fue sin duda la solución del atávico problema en torno al sistema educativo. No se trataba de una cuestión pacífica, desde luego, a la vista de los vaivenes y las contradictorias respuestas que se habían dado hasta la llegada de la joven democracia. En esta secuencia histórica predominan los periodos de evidente hegemonía de la Iglesia católica, junto a otros, siempre más limitados en el tiempo, en los que se reaccionaba desde el Estado de manera radical contra el excesivo protagonismo de aquélla, imponiendo incluso fuertes restricciones a la intervención religiosa en la enseñanza.

Así pues, el consenso constitucional no era un objetivo fácil de alcanzar. Sin embargo, la fórmula constitucional que se acordó daba respuesta a los diferentes planteamientos políticos. De un lado, la Constitución iba a reconocer un nuevo derecho fundamental, el derecho a la educación, dotado del máximo nivel de protección jurídica y con una vocación clara de derecho universal, cuyo beneficiario sería el conjunto de la sociedad, sin distinción de clases ni posición económica. De otro lado, el constituyente ofreció una respuesta adecuada a quienes, desde una posición ideológica más aferrada a la tradición, defendían la consagración de la libertad de enseñanza; con esta última se reconocerían también el derecho a la creación de los centros docentes y el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación moral y religiosa conforme a sus propias convicciones en este sentido. A este esquema constitucional previo se añadirían seguidamente los acuerdos suscritos en 1979 entre España y la Santa Sede.

El resultado, pues, fue un modelo educativo equilibrado, con una enseñanza pública garantizada para todos, al tiempo que la Iglesia católica conservaría un importante papel a través de la enseñanza denominada concertada, esto es, una educación privada pero asistida económicamente por fondos públicos.

Una de las consecuencias de este proceso de relativa laicización del sistema educativo sería la generalización de la enseñanza no diferenciada por sexos. Este objetivo significaba la realización de dos principios constitucionales básicos, la prohibición de discriminación por razón de sexo y el compromiso por alcanzar una igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres. Y uno de los instrumentos que se iban a aplicar para esos compromisos constitucionales será la composición mixta, tanto en los centros educativos como en la inmensa mayoría de los dirigidos por instituciones religiosas.

De ahí que tenga un especial interés, no sólo jurídico ni doctrinal, la reciente sentencia dictada por el Tribunal Supremo, en relación con la demanda de algunos centros privados que han puesto en práctica el criterio de la segregación por sexos. La resolución declara con rotundidad que los poderes públicos no tienen ninguna obligación legal para renovar o aprobar conciertos económicos con este tipo de colegios, como tampoco a decidir, en caso de que estén concertados, sobre la admisión de alumnos en función de su sexo.

Aunque la separación por sexos tiene una orientación opuesta al que está promoviendo nuestra norma fundamental, en mi opinión, tiene cabida dentro del modelo educativo constitucionalizado. Pero cuestión muy diferente es que la utilización del género para establecer una segregación, no sólo educativa sino también física, entre estudiantes de uno y otro género, tenga que recibir necesariamente el apoyo institucional, y sobre todo económico, de los poderes públicos competentes.

En este punto estoy completamente en desacuerdo con quienes intentan justificarlo jurídicamente, con razones poco fundadas por supuesto. Primero invocando normas internacionales que no dicen en absoluto aquello que los que defiende la segregación -y lo saben perfectamente- quieren que digan. Pero tampoco en el supuesto derecho de los padres a elegir la formación moral y religiosa de sus hijos, un derecho éste que no puede dar lugar -y así lo ha reconocido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos- a un "derecho a la carta" de los progenitores sensibles en materia religiosa.

La propuesta de reformar la Ley Orgánica de Educación para dar cobertura a la posible financiación de estos centros no sólo es una chapuza más a la que nos tiene acostumbrados el actual Gobierno; también supone una respuesta evidentemente opuesta a los mandamientos constitucionales; y empleo este término para ponerme a la altura del lenguaje implícito del pensamiento conservador que trasluce esa iniciativa. La coeducación o educación mixta es el modelo más acorde con nuestra Constitución, y el principio que debe inspirar siempre las leyes que regulen la enseñanza. Por tanto la inversión pública tiene que concentrarse de manera preferente, y exclusiva para no generar una nueva discriminación, en los centros educativos que cumplen con este objetivo. Ésta sería la frontera que no puede traspasar ningún legislador. Lo contrario no es sino un intento solapado de regresar a una sociedad y unas escuelas donde niños y niñas estaban incomunicados hasta la mayoría de edad. Aquel "florido pensil" donde tanta flores y vergel no dejaban ver la realidad de un sistema educativo inútil y obsoleto.

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