La tribuna

oscar / eimil

Corrupción social

TENGO un amigo inglés, de Londres. Un buen tipo, uno de los cientos de miles de británicos que descubrieron un día que España es sinónimo de buen vivir. Un trotamundos, viajero incansable que, ya en su madurez y después de mucho buscar, decidió que es difícil encontrar en el mundo un sitio mejor que la costa de Cádiz, y aquí se quedó.

Me contaba mi amigo inglés hace unos días la historia de su hermano. Enfermo crónico, vive desde hace años en Londres de los subsidios del gobierno y de la compra y venta de productos a través de internet. Todo marchaba viento en popa con su pluriempleo hasta que, hace unos meses, los servicios de inspección social británicos descubrieron su segunda e ilícita actividad. Hoy, disfruta entre rejas de unas vacaciones de cinco meses pagadas por el gobierno británico, por haber cometido un delito de percepción indebida de subsidios gubernamentales, muy perseguido y castigado en el Reino Unido.

Vivimos en España -es necesario decirlo aunque duela- en una sociedad corrupta. Y no me estoy refiriendo en este caso a los políticos, plutócratas, oligarcas y banqueros que pasean su palmito estos días por los juzgados de toda España, sino a ese altísimo porcentaje de la ciudadanía -hasta un 25%, parece- que no paga impuestos, porque se gana la vida con una actividad laboral, mercantil o profesional opaca para la Hacienda Pública aunque, eso sí, disfruta igualmente -gratis total- de los servicios públicos que los demás, los que trabajamos regular y legalmente, pagamos con los nuestros.

Me refiero también a todos aquellos que, sin estar realmente malos, simulan en mayor o menor medida estarlo para vivir sin trabajar, porque, hasta donde llega el sentido común, no parece razonable que los españoles enfermen en días laborables mucho más que los alemanes o que los británicos, o que, en las Administraciones Públicas, el absentismo laboral haya bajado en picado tan pronto como se ha modificado la legislación para que, salarialmente, resulte mucho más caro enfermar. Mucho peores todavía que los anteriores, no sólo disfrutan de los servicios púbicos gratis total, sino que además, perciben sus sueldos por la cara a costa del Estado, es decir, de todos los demás.

Y qué decir de los que cobran subsidios a los que no tienen derecho, comprando por ejemplo a algún empresario corrupto las peonadas necesarias para poder vivir todo el año sin trabajar; o de los del con IVA o sin IVA, que al adquirir algún producto o servicio se hacen cómplices de los primeros; o de los que perciben subvenciones indebidas, injustificadas e injustificables, incluso con la complicidad de las autoridades, para llevarse a casa calentito el correspondiente convoluto que habíamos puesto entre todos al servicio de los más necesitados.

Y de todos los demás que se me escapan -todos los conocemos bien y los toleramos, ahí está el problema- y que conducen a nuestro estado del bienestar, sin remisión, directo a la insostenibilidad; a un callejón sin salida que gasta 60.000 millones de euros más al año de lo que ingresa con un sistema fiscal, hiperprogresivo y superasfixiante que, en su formulación actual, no da para más, haciendo de España un país alucinante en el que cada vez menos contribuyen al sostenimiento de unos servicios públicos que utilizan, por la cara, cada vez más; lo que nos llevará, sin tardanza, al colapso general.

Y sé que algunos, los de siempre, los que habitualmente menos pagan y más gritan -suelen coincidir-, los que se creen con derecho a todo pero sin la obligación de contribuir a nada, dirán otra vez qué si los políticos, qué si los plutócratas, qué si los banqueros, qué si bla, bla, bla, como cortina de humo y excusa absolutoria de una sociedad totalmente injusta en la que unos, los que menos hablan y menos problemas dan, con su esfuerzo diario -día tras día-, mantienen en funcionamiento un enorme tinglado del que se benefician, de una manera o de otra, los demás.

La conclusión de lo que les cuento es clara: o cambiamos radicalmente la percepción general de la corrupción social o no tendremos ninguna posibilidad de conseguir un futuro mejor. Y para ello, ahora que el Gobierno prepara una gran reforma fiscal, es imprescindible promover con determinación una nueva conciencia colectiva que considere realmente y con severidad la gravedad de todas estas conductas antisociales, utilizando para su erradicación no sólo la persecución y el castigo, sino también la pedagogía, el control social, la formación, la persuasión y la ejemplaridad.

Al final -me decía mi amigo inglés con un poco de cachondeo-, he convencido a mi hermano para que se venga a vivir a Cádiz cuando salga; aquí estará mejor, más calidad de vida y buenos subsidios; y trapicheo sin los riesgos que se corren allí. España -continuaba diciendo mi amigo con una media sonrisa- es, definitely, el paraíso de la corrupción social.

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