Cosas de españoles

Todos los veranos unos y otros recordamos la injusta muerte de Calvo Sotelo y la vergonzosa de García Lorca

Es una estampa simbólicamente evocadora esa que hemos presenciado directamente los que hemos sido niños de pueblo y que es la lucha entre dos ovejas -o machos cabríos- que estrellan sus cabezas, desde alguna distancia, haciendo sonar sus cornamentas y supongo que estremecer sus respectivos cerebros, para ver cuál de los dos brutos es el que, aguantando más, podrá conquistar a la hembra en cuestión.

Es esa una estampa de la naturaleza alejada de cualquier atisbo de raciocinio. Por eso, esa estampa entre bóvidos encelados, me resulta muy parecida, también, a esa otras que representa un duelo entre hombres -seguramente igual de descerebrados que los machos cabríos- y que perpetuó el gran sordo de Fuendetodos, don Francisco de Goya y Lucientes en una de sus pinturas: dos hombres, enterrados casi hasta la cintura a distancia suficiente uno del otro como para poder darse de garrotazos con sendos bastones de que son provistos ambos, de forma y manera que se reconocerá como ganador aquel que, cayendo también extenuado y con varias fracturas óseas, seguramente, aún conserve algo de conciencia -que no de lucidez- y la vida, mientras el otro queda tendido en la tierra, definitivamente muerto. Un duelo entre dos hombres, seguro que absolutamente iletrados, en algún momento del siglo XIX o quizás en el XVIII.

Esos duelos, propios de irracionales, debieron de dejar de producirse cuando los hombres de este país se fueron a la guerra. A la primera de aquellas Guerras Carlistas, en las que los partidarios de Isabel II -la hija del felón Fernando VII- luchaban por sostenerla en el trono, frente a los partidarios de su tío, el infante Carlos María Isidro. La broma guerrera, que costó no se sabe cuántos miles de muertos, se repitió hasta tres veces, acabándose con un abrazo -el de Vergara- con el que tampoco quedaron restañadas las profundas y estúpidas heridas, producidas en esos hechos bélicos tan estúpidos, igualmente, como innecesarios.

En nuestro tiempo, los españoles no somos mucho más listos, ni tenemos una mayor capacidad de misericordia, de respeto y mucho menos amor a los que deberían de ser, solamente, nuestros compatriotas, aún con ideas diferentes a las nuestras.

Por eso, todos los veranos, unos y otros gustamos de recordar, en claro tono acusatorio, la injusta muerte de don José Calvo Sotelo y la vergonzosa de Federico García Lorca -al comienzo de la guerra del 36- y en ellas mostrar, de un lado y de otro, las cornamentas idiotas, dispuestas aún para hacerse chocar con estruendo idiota de cráneos brutos. Lástima de nación que no pudiendo volver a ser dueña del mundo, desprecia así las propias oportunidades de su presente destrozándose moralmente y sin piedad. ¿O no?

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