La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

Y El Covid-19 nos dejó al descubierto

Las mascarillas han llegado para quedarse, como las normas de higiene, los controles sanitarios y el distanciamiento

Imagino que su preocupación y sus inquietudes no difieren de las mías: cuándo nos rebajarán el grado carcelario, si el teletrabajo se quedará tanto como el coronavirus, cuándo se empezarán a abrir los restaurantes y los bares, en qué fase de la desescalada les tocará a las tiendas, las peluquerías y los gimnasios, cuándo podremos pasear por los parques y salir a correr, si podremos viajar este verano aunque sea rememorando los años 70 del seiscientos, haciendo cola en el chiringuito y con mamparas en las playas.

Después de seis semanas de confinamiento, dos palabras le hacen ya la competencia al coronavirus: "desescalada" y "reconstrucción". La primera no está ni en gel DRAE, pero es la que han ideado los políticos para avisarnos de lo dura que será la cuesta de la "normalización", la suya y la de todos. Porque será gradual, lenta y sujeta a dos condicionantes: por un lado la propia evolución del Covid-19 y, por otro, los progresos de la ciencia para encontrar una vacuna específica (ése sería el escenario ideal) o para avanzar con tratamientos relativamente efectivos a partir de fármacos diseñados para otras infecciones como la malaria, el sida o el ébola. Eso al menos es lo que nos aseguran los investigadores y las farmacéuticas advirtiéndonos, eso sí, de que lo más probable es que lleguemos al verano sin saber con certeza si las altas temperaturas acabarán con el virus, si regresará en invierno en forma de rebrote y con más virulencia como ocurrió con la gripe española de 1918, si saltará al hemisferio Sur y nos acompañará mutando por el globo terráqueo hasta, como mínimo, el 2022.

Los eufemismos se han convertido en los principales aliados de la pandemia. Hablamos de "normalización" cuando sabemos que no estamos ante una situación de "emergencia puntual" que nos devolverá a nuestras vidas tal y como eran antes de que el bicho saltara de un murciélago a un humano a través de un pangolín hace ya cuatro meses en un insalubre mercado de animales vivos de Wuhan.

Las mascarillas han llegado para quedarse, como las normas de higiene, los controles sanitarios y de movilidad y el "distanciamiento social". Otra invención lingüística para reprocharnos, especialmente a los latinos, que abrazamos y besamos demasiado. "¡Que corra el aire!" nos decían en mi pueblo cuando subían los calores de la adolescencia.

Cierto es que son también los eufemismos los que nos dan cierto refugio. Para escapar, por ejemplo, de la espiral de cifras que, día a día, nos abofetea evidenciando lo difícil que es doblar la curva de muertes y de contagios. Andalucía, Murcia y Canarias ya están pintadas de blanco en el mapa nacional del SARS-Covid-19 aunque eso no significa que la pesadilla pase antes. Porque no son las fronteras artificiales de las autonomías las que podremos poner al coronavirus y porque no son las banderas con crespones que quieren que colguemos en nuestras ventanas y balcones las que nos salvarán de los "casos importados" que nos siguen recordando desde China que, por una vez, no hay más camino que salir todos sin dejar a nadie atrás.

Y en los eufemismos se acurrucan también los políticos cuando construyen sus particulares relatos de la gestión sin querer asumir lo que ya hemos digerido la mayoría: que el Covid-19 nos ha superado a todos. Lo podremos maquillar con mayor o menor ingenio pero lo que estamos viendo estas semanas es la fragilidad con que en España nos estamos enfrentando a la pandemia. Primero descubrimos que nuestros hospitales se podían colapsar; no sólo los de Madrid y no sólo los sistemas sanitarios golpeados por las privatizaciones y los recortes. Luego nos asustamos viendo lo que ocurría en las residencias de mayores con trabajadores que se veían obligados a salir ante las cámaras (hundidos) para reivindicarse como héroes olvidados de un frente de batalla también olvidado. No eran "criminales"; nosotros abandonamos a nuestros mayores (¿seremos capaces de reflotar la Ley de Dependencia?) y ellos no podían más.

La reconstrucción económica y social será las más difícil, pero no la única. También el Covid-19 se ha encargado de situarnos frente al espejo en los colegios, en los institutos y hasta en la Universidad. No estamos preparados por afrontar un ciclo integral de enseñanza online. En la etapa obligatoria, podemos resistirnos a hablar del "aprobado general" como hace el consejero Imbroda pero es lo único que podemos hacer, mirar para otro lado. Subir nota, ser comprensivos, pasar la mano.

En la UGR, la caída de la plataforma Prado de esta semana ha sido un fallo puntual, tal vez una anécdota, pero que evidencia el importante problema de fondo al que se están enfrentando los rectores en todo el país: ni todos los docentes son capaces de reciclarse en cuestión de días para adaptarse al modelo virtual ni están preparados los propios sistemas de teleformación para dar soporte a miles de alumnos. Lo vimos hace unas semanas cuando empezamos a teletrabajar y lo seguiremos viendo a medida que avance la operación desescalada y tengamos que ir tapando goteras.

La Universidad de Granada está diseñando a contrarreloj una segunda plataforma (Prado Examen) con el objetivo de que esté operativa en dos semanas y permita salvar el curso con las mayores garantías posibles para la evaluación final. Volvemos, sin embargo, a los eufemismos: los Planes de Contingencia que están aprobando las distintas universidades son imprescindibles y constatan el esfuerzo que se está haciendo por imprimir cierta normalidad. La realidad, sin embargo, poco tiene que ver con este utópico escenario.

Nos estamos adaptando en tiempo récord y, ciertamente, es lo único que podemos hacer. Pero no nos engañemos, adaptarse siempre conlleva pérdidas y renuncias. Será el curso del coronavirus -en todos los niveles y sin excepciones- y será el año del coronavirus. ¡Ojalá sea sólo uno!

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