NO es la primera de vez que un crimen político sacude a los Estados Unidos. Aunque hay graves sospechas de que el autor de los disparos que ha dejado malherida a la congresista demócrata Gabrielle Giffords y ha matado a seis personas es un perturbado mental, tal como ha declarado el sheriff de Tucson, el móvil ha sido el político, nada extraño en un Estado, Arizona, que, en sus propias palabras, se ha convertido en un territorio de intolerancia y prejuicio. La gobernadora de Arizona aprobó una ley antiinmigración que permite la detención de los trabajadores en situación irregular, su expulsión y, lo que es inédito en EEUU, identificar a los posibles sospechosos por la calle, lo que lleva a la discriminación en función del color de la piel y de los rasgos étnicos. La congresista Giffords se había opuesto a esta ley, que ahora espera a que sea refrendada por Barack Obama, ya que alberga serias dudas sobre su constitucionalidad. La congresista había sido señalada en la web de una de los líderes del Tea Party , Sarah Pallin, como una defensora de la reforma sanitaria de Obama y una de las candidatas que había que vencer en las pasadas elecciones legislativas. El Tea Party ha condenando los hechos y Pallin ha mostrado su dolor y condolencia con las víctimas. Sin embargo, lo que ya muchos políticos están poniendo en duda en EEUU es la dureza y la crispación que el debate político ha adquirido en algunos medios de comunicación; críticas desaforadas, y algunas de ellas sin el mínimo sustento de veracidad, que se centran en el presidente Barack Obama. En Arizona, por ejemplo, ya se han contabilizado este año hasta tres ataques contra sedes demócratas, entre éstas, la de Gabrielle Giffords. El asunto ha sido leído con tanta gravedad en Estados Unidos que se han suspendido esta semana las votaciones en el Congreso; entre éstas, la de una posible revocación de la nueva reforma sanitaria. La agitación dialéctica también debe tener sus límites. Para comenzar, los que separan la crítica razonada de la mentira.

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