TODO puede cambiar, pero a diecisiete días de la huelga general convocada por los sindicatos mayoritarios no hay ambiente de huelga general. Mejor dicho, hay mucho ambiente entre los sindicalistas, que saben lo que se juegan, pero poco en la calle, que permanece ajena a la idea de que el 29-S se tiene que parar.

El tiempo, en vez de excitarlos, ha contribuido a enfriar los ánimos indignados por el ajuste duro del Gobierno. El verano ha perjudicado a los convocantes. Quizás ha mejorado su capacidad logística a nivel organizativo y mental, pero ha atemperado la indignación de los trabajadores llamados a secundarlos.

Es un hecho que cuando se decretó el recorte salarial a los funcionarios y la congelación de las pensiones había muchos más empleados públicos y pensionistas dispuestos a responder de una manera contundente que ahora. El descuelgue de la principal organización del funcionariado (CSIF) deja muy mermadas las posibilidades de un seguimiento masivo de la huelga en la Administración Pública, un sector fundamental para asegurar el éxito y la visualización del prometido huelgón.

Las paradojas no acaban ahí. Los sondeos de opinión indican que convive una mayoría de españoles que consideran justificada la huelga general en protesta por una reforma laboral que facilita y abarata el despido -la razón formal de la protesta- y una mayoría prácticamente igual que la ven inoportuna y que, de hecho, afirma que con toda seguridad no participará en la misma. Como si la indignación caminase de la mano de la resignación: está mal lo que ha hecho el Gobierno, pero no piensa movilizarse porque no servirá de nada (aparte de costar un dinero curioso a los huelguistas y al país).

Estos pensamientos contradictorios no creo que obedezcan a una sola razón, pero harían mal los sindicatos en no contemplar la hipótesis de su propia pérdida de credibilidad como una de las explicaciones. Las centrales sindicales han cohabitado muchos años con el poder, en provechosa simbiosis, y han asumido con tanta complacencia su papel de engranaje dentro del sistema, con sus subvenciones para todo y sus representaciones múltiples, que se les hace difícil ganarse a los asalariados para esa rebeldía sobrevenida, sobre todo cuando la rebelión ha tomado la forma radical y en cierto modo antisistema de la huelga general, que son palabras mayores. Un gradualismo en la protesta durante varios años les habría sido más útil que una ruptura instantánea que, además, a muchos les parece impostada y teatral. Sencillamente, no les creen.

De modo que cuidado con la huelga, sindicatos, que a lo mejor acaba enterrando una forma de entender el sindicalismo.

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