Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Demagogos

El jefe de los demagogos ha huido del país, no va con él eso de que en una pandilla hay que estar con los colegas

No es para estar contentos. No causa la más mínima satisfacción. Puede que haya júbilo y jolgorio y se brinde hasta el coma etílico a la derecha de Vox, y probablemente hasta en ese mismo partido y en otras larvas similares. Pero que no se equivoquen: no causa ninguna dicha que en la España del siglo XXI ocurra esto. Es lamentable. Es una pena. No tendría que haber ocurrido. No se debería haber llegado a esta situación.

La demagogia no está considerada un delito, su práctica está a la orden del día, pero cuando en su delirio los demagogos no tienen empacho en tirarse por una pendiente viscosa y resbaladiza queriendo arrastrar -y desgraciadamente consiguiéndolo en más número del deseable- a fanáticos incautos e ilusos deseosos de una especie de nuevo amanecer, tal que pertenecieran a una secta, termina ocurriendo lo de ayer. O algo mil veces peor que uno prefiere no nombrar, algo que parecía muy lejano, algo que se creía muerto para siempre y que, sin embargo, agarra y florece por culpa de una siembra siniestra. Y ves a tipos abonando.

Ayer acabó con unos cuantos demagogos en la cárcel -no por ser eso, desde luego: no habría terrenos libres en España con espacio donde levantar prisiones para encerrarlos a todos, de tan diverso color y pelaje- y con su jefe, el mayor demagogo de todos, huido fuera del país, escondido, sin el menor atisbo de remordimiento: no va con él eso de que en una pandilla hay que estar con los colegas.

No, no es para estar contentos. Lo de ayer provoca consternación. Sobreponiéndose uno con esfuerzo a un pesimismo consuetudinario había querido creer proveyéndose de una fe inquebrantable que el país, su gente, los ciudadanos y sobre todo quienes deciden un día dedicarnos su tiempo, su esfuerzo, su buena voluntad, su inteligencia y su trabajo bien remunerado para dirigirnos y administrar nuestro bienestar, íbamos a estar a la altura de lo que, cuando niño, uno pensaba que sería el siglo XXI. La decepción es tremenda. Y la frustración te deja devastado si dedicas tan sólo un instante a reparar en los hijos, en los nietos, en los que vendrán detrás a seguir soportando a más y más demagogos y a sus desgraciados seguidores que, lejos de abrir los ojos y limpiarse las orejas, optarán por el sahumerio de su guía espiritual y, si su desvarío lo lleva a la cárcel, a denunciar su persecución, su represión, su tortura, su martirio. A una secta, la pócima de la demagogia le sabe a elixir.

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