Macron comienza hoy su segundo y último mandato como presidente de la V República Francesa. Un quinquenio por delante y, entonces, si no se remedia con cierta urgencia, el riesgo. Está bien que celebremos que Macron haya ganado a Le Pen, pero Macron termina en este mandato, las candidaturas de la derecha republicana francesa y la izquierda moderada están en estado catatónico y Le Pen lleva tres elecciones tocando el larguero. Cuando Macron no esté dentro de cinco años y Le Pen sí, podemos ver un espectáculo.

Las propuestas de Le Pen son simples, como ocurre siempre con la extrema derecha (y con la extrema izquierda). Un esfuerzo diagnóstico de los problemas muy detallado y habitualmente verosímil, para el que se propone un rosario de soluciones, menos precisas, fundamentadas en tres pilares: nosotros primero; lo de fuera nos perjudica; defendemos, a toda costa, tu soberanía, de la que te privan los que mandan. Por eso, si el pueblo habla, el pueblo gana; por eso, o Macron o Francia. Basta repetir hasta la saciedad el diagnóstico negativo que una multitud creciente va a reconocer, aunque ideológicamente te deteste, y señalar un cabeza de turco que lo represente (el primer ministro, el presidente, el sistema, en definitiva) y, entonces, donde esté Macron en la disyuntiva, sitúa cualquier nombre y donde esté Francia, sitúa siempre a Le Pen. Primario y, al parecer, efectivo.

El ascenso de la extrema derecha tiene que ver con la rotunda simpleza de sus argumentos en una sociedad hastiada, pero también con el silencio de los demócratas. Por supuesto que hay personas que ideológicamente simpatizan con el fondo de sus convicciones, pero nos equivocamos si consideramos que casi la mitad de Francia sostiene esas posiciones (igual que si lo pensamos de Hungría, con Orban intratable; de Italia, con Salvini y Meloni consolidados; de España, con Abascal en proceso; o de Portugal, con Ventura creciendo). La mayoría de los votos que captan son votos hartos del envilecimiento progresivo de nuestros sistemas. El cordón sanitario, solo, sin una propuesta alternativa, no aguantará.

El populismo (de derecha o izquierda) ha fabricado un relato irreal que lo configura como aparentemente sincero, porque parecen decir la verdad al declarar que todo, o casi, está muy mal; señala un culpable ajeno al votante, la culpa no es tuya, es suya (de quién, importa menos y es mutable), y promete, sin concretar, contundencia: nosotros somos fuertes, sin complejos, no como esos (cualquiera) blandengues. La moderación democrática es acusada de presentar una ideología líquida, permeable, como si fuera malo, y se calla. Esto forma parte del relato que propicia el simplismo. Ser progresista en lo social y liberal en lo económico, europeísta, y tener el pacto como método es la radiografía del elector medio. Ese que se pierde por no explicárselo como si fuera lo que es, adulto. El riesgo, demócratas, es el silencio.

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