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Rafael Padilla

'Derecho al olvido'

SI uno introduce su nombre en un motor de búsqueda de internet, el resultado es siempre tan asombroso como inquietante: comprobar la cantidad de información tuya que permanece accesible urbi et orbe te descubre inerme, incapaz de defender con ciertas garantías tu propia intimidad.

Porque el gran chivato se alimenta por múltiples vías (diarios oficiales, noticias de prensa, lo que uno mismo dice o cuelga en las redes, lo que otros comunican de ti en ellas) y porque puede provocar efectos francamente indeseables (condicionar tu empleabilidad; airear tercamente aspectos de tu presente y de tu pasado; avisar sobre tus gustos o hábitos de compra; prolongar, incluso más allá de la pena cabal y cumplida, las consecuencias de errores pretéritos), viene defendiéndose la consagración de un pretendido derecho al olvido digital, esto es, la opción que debe tener cualquier persona, sin infringir otras normas, de borrar del invento lo que le apetezca.

El fundamento último de tal derecho estaría en que internet, y especialmente los buscadores, alteran las líneas del tiempo. Todo esta ahí, lo de antes y lo de ahora, y todo reaparece al instante a la llamada de quien lo solicite, sea tutelable o no su interés.

No crean que la cuestión es jurídicamente simple. De entrada, habría que determinar qué fuentes primarias de información son de acceso público. Sería ilegal; por ejemplo, el borrado de las hemerotecas en la red. El problema, en cambio, presenta otro perfil cuando lo almacenado procede del propio usuario, o de terceros, y es estrictamente privado. Partiendo, claro, de que cada cual debe responsabilizarse de lo que publica, tienen que establecerse, además, mecanismos fáciles para eliminar de las redes lo que se desee. Queda, por último, el complejo asunto de los buscadores: en ambos casos, éstos van a rastrear en la totalidad de la nube y si no tenemos derecho a limpiar el enlace principal, ya es bastante más dudoso que sí lo tengamos a exigir el bloqueo del mismo en los motores de búsqueda.

Consciente del conflicto, Bruselas ha manifestado recientemente su intención de garantizar por ley el derecho al olvido en las redes sociales. Es, a mi juicio, un buen comienzo, pero acaso insuficiente. La solución pasa, creo, por potenciar una actuación diligente de todas las partes implicadas: de los usuarios por supuesto; de los prestadores de servicios (que deben mostrarse particularmente atentos a la protección de datos); de los medios de comunicación (que tienen que respetar los límites de la libertad de expresión); y, al cabo, de los buscadores (que han de colaborar lealmente con las autoridades).

Memoria y olvido son dos instrumentos que los hombres han de manejar con maestría para soportarse a sí mismos y para convivir en sociedad. Y sería estúpido rendirlos a la boba omnisciencia de una tecnología sin controles, sin ética y sin corazón.

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