HACE 60 años, tras la convulsión mundial provocada por las dos guerras de la primera mitad del siglo XX, la ONU proclamó solemnemente la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tan conculcados en aquellas guerras, y tan conculcados igualmente en la paz mentirosa que vivimos en nuestro mundo. Digo mentirosa por muchas razones, y la primera evidencia la tenemos en las noticias diarias entre las que se arrastra impotente nuestro ánimo y nuestra esperanza. Que hoy procuremos alejar las guerras de nuestro entorno occidental, no significa que no estemos metidos hasta el cuello en la lucha -más sorda o más cruenta- por el imperio, por el dominio. En eso se basa nuestro mundo, y así de poco sirven las bellas proclamas, los ideales de tan lejano o imposible cumplimiento.

No quiero decir que no fuera importante y fundamental reconocer los derechos humanos, que estén escritos con buena letra y firmados con espíritu de trascendencia, pero cuando miramos alrededor -guerras criminales, torturas, detenciones ilegales, desigualdad, pena de muerte y, cada día pesando más sobre nuestro imaginario, la terrible lacra del hambre- ese espíritu ilustrado con el que se concibieron se nos vuelve hipócrita y rastrero. La crisis que nos azota, no sólo azota también de manera más aguda a esta pobreza radical sino que está azotando moralmente a los organismos que llevan tanto tiempo luchando por evitar esta vergüenza de las innumerables muertes diarias por hambre y desnutrición.

Nunca hubo dinero para ellos -y no pedían tanto, relativamente hablando- y sin embargo resulta tan perverso y humillante el modo en que ahora los Estados vacían sus arcas para que el sistema bancario no se venga abajo y arrastre al insaciable y tan maravilloso, al parecer, neoliberalismo de los neocons, esos que tan elegantemente saben convertir en oro para sí la pobreza de los demás. Porque al billón casi de hambrientos que denuncia la FAO, habrá que unir los de aquí mismo, desahuciados viviendo en camping o en la calle, rebuscando en las basuras de los supermercados.

Por eso Mario Benedetti, ante la preocupación que determinados mandatarios manifiestan por los derechos humanos, creyó evidente que en tal caso los derechos se referían más que a una facultad o atributo o libre albedrío, a algo directamente "antizurdo" o del flanco opuesto del corazón, y al final de su famoso poema Ahora todo está claro propuso en consecuencia: "¿no sería hora/ de que iniciáramos/ una amplia campaña internacional/ por los izquierdos humanos?".

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