EN plena caída libre de la Bolsa, cuando nuestra economía ostenta el récord de ser la única de las diez primeras del mundo que aún no ha salido de la recesión y al mismo tiempo que el foro económico mundial de Davos grita a coro que somos, junto con Grecia y Portugal, el problema de la Unión Europea, nuestro presidente se marca una cita bíblica en el Desayuno de Oración de Washington para recordarle al mundo que debemos ocuparnos de los desfavorecidos de la sociedad. Nada que objetar por mi parte a la cita, ni en el fondo ni en la forma. Todo lo contrario, totalmente de acuerdo con que los notables de la tierra recuerden lo obvio, la sociedad elige gobernantes para proteger a quienes no pueden protegerse a sí mismos. Lo malo es que quien reclama de los demás la atención a los que padecen los efectos de la crisis, parece estar al mismo tiempo paralizado por las circunstancias y se comporta como un diletante de la política económica, capaz de abrazar con la misma pasión las medidas que harían más felices pero más pobres y las que nos harían más infelices pero menos indigentes.

El tablero de juego de la opinión pública española está servido en este tema. Están de una parte los que quieren que se atiendan sin demora todas las necesidades sociales (paro, sanidad, educación, dependencia…) no importa cómo se paguen ni con qué consecuencias. De otro lado, los que, bien servidos en el escenario socioeconómico, reclaman un gobierno eficiente y aguerrido dispuesto a tomar decisiones con pulso firme, con independencia de la reacción social. Capaz de arrostrar las consecuencias, incluso electorales, que sus decisiones impliquen. Entre estos dos extremos mucho me temo que se sitúa nuestro circunstancial orante presidente, atenazado por la sensación de que lo que conviene a España no conviene a muchos españoles y viceversa. Y mientras descubre que la ecuación formada por, que te salgan bien las cuentas del estado, que todos los parados y pensionistas vivan bien y ganar las próximas elecciones, es de soluciones imposibles, espera en vano que Alemania, Francia o Inglaterra nos saquen del agujero económico en el que nos encontramos. Pero, mucho me temo, que, como Moisés en el Deuteronomio arengando a los israelitas en los llanos de Moab, Zapatero no llegará a la tierra prometida de la próxima legislatura.

Mucho maná tendría que caernos del cielo para que a la sociedad española se le olvide esta travesía del desierto con más de cuatro millones de parados y unas cuentas públicas en las que no quiero ni pensar.

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