Cuando Dios enciende el horno

Que los termómetros rebasen los cuarenta grados debía de ser motivo para declarar a los cuerpos zona catastrófica

Uno de los motivos por los que odio el verano es porque es una estación que, además de hacerme pasarlas canutas con el calor, me transmuta en una persona que no soy. Todos los años mantengo una lucha conmigo mismo por mantener una dignidad que acabo perdiendo. A menos que me descuido me veo paseando con una camiseta infame, unas bermudas de colores enseñando mis peludas piernas y un sombrero de propaganda que me han regalado comprando un salchichón. Es entonces cuando me doy cuenta de que estos calores tienen la habilidad de cambiarnos el yo. Somos otros. Nos muta la personalidad. Nos detiene y nos paraliza hasta hacernos creer que la vida es una especie de paraíso de sol y holganza en el que todo está permitido: desde la ropa que nos ponemos a lo que pagamos por una ensalada indigna que nos ponen en un chiringuito costero. A mí, personalmente, estos calores además de transformarme en un adefesio, hace que experimente una disminución de mis capacidades creativas. Ahora mismo, por ejemplo, no saben ustedes lo que me está costando terminar esta columna. Tengo que escribir 400 palabras y solo encuentro en mí la actitud de aquel que únicamente quiere estar tumbado, con una bebida fría al lado y pensando en las Batuecas, aunque ahora no sea un buen lugar en el que pensar debido al incendio que allí ha sucedido. Que los termómetros rebasen los cuarenta grados debía de ser motivo para declarar a los cuerpos zona catastrófica. El calor te hace tender a la inmovilidad. Mi cerebro funciona a cámara lenta y mi fuerza de voluntad se retrae como los cuernos de los caracoles. Solo me siento bien con un vaso de gazpacho en las manos y debajo del aire acondicionado o, en su defecto, debajo del ventilador. No deseo otra cosa. No quiero pensar, no quiero ser responsable de nada, no quiero trabajar y, sobre todo, no quiero ver la televisión donde sale el mapa patrio todo rojo por las sucesivas olas de calor que estamos pasando. Un día le hice una entrevista a Juan de Loxa y al preguntarle cuál era su sitio preferido para pasar el verano, me dijo que El Corte Inglés. El aire acondicionado del establecimiento le permitía a Juan no pensar en el suicidio cada vez que salía a la calle y se encontraba con que Dios había encendido el horno o el secador de pelo. Yo me reí entonces. Ahora no me río.

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