En septiembre de 2017, un grupo de expertos, integrado por ilustres profesores y académicos de número de la Real Academia de Doctores de España, alertaba sobre las disfunciones que, según su criterio, ponían en grave riesgo el valor y el rigor de las tesis doctorales que se estaban elaborando y defendiendo en nuestras universidades. Así, entre otras, denunciaban el aumento del número de plagios, una práctica tan extendida como reveladora de la creciente falta de ética científica. Junto a ello, también alertaban del abuso en la concesión de sobresalientes cum laude, lo que, para ellos, consumaba la injusticia de premiar por igual a los alumnos excelentes y a los que no lo habían sido tanto.

El reciente caso del doctor Sánchez ha venido a darles toda la razón. No es el suyo un supuesto excepcional, ni raro, quizás ni siquiera minoritario. Hay miles de doctores patrios cuyas tesis tampoco resistirían el escrutinio que, por razón de su cargo, está soportando el trabajo doctoral del presidente. El verdadero escándalo no es, pues, que Pedro Sánchez hiciera lo que hizo. Tesis malas, escritas en plazos imposibles, plagadas de palabras e ideas ajenas, privadas de conclusiones propias, consentidas por directores tolerantes y enjuiciadas por tribunales dispuestos a no arruinar la fiesta son moneda común en la realidad universitaria española.

En el fondo, no podría ser de otro modo. Nuestras universidades hace tiempo que se perdieron el respeto a sí mismas: ya de espaldas a su función básica (la de enseñar), alargan el destrozo a su labor investigadora. Puestos a abaratar grados y másteres, ¿por qué no extender la implosión a la propia cúspide? Huérfanos de controles eficaces, estos estudios del teórico máximo nivel terminan siendo una suerte de formalidades vacías, páginas inútiles, amables complicidades y lecturas de traca. Quien lo vive o lo vivió lo sabe y no me dejará mentir.

A Sánchez se le puede llamar de todo menos incoherente. Actuó como actúan muchos, abreviando por los atajos del laberinto, apoyándose en lazarillos que aliviaran su tránsito, asegurándose, en fin, el diploma y la nota que difuminaran sus limitaciones. En esta España nuestra del todo a cien proliferan los doctorcitos. Al cabo, ¿qué más da? Si los graduados ignoran la ciencia de sus grados y los maestros carecen de maestría, ¿para qué demonios nos vamos a empeñar en que los doctores tengan que ser indubitadamente doctos?

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