El lanzador de cuchillos

Don Quijote y el Tío Gilito

La gente ya no se tira por la ventana, pero la situación sigue siendo descorazonadora

No recuerdo el motivo, pero hace un par de noches, en una cena en la que estábamos un grupo de amigos, alguien recordó la historia de José Miguel Domingo. Quizá fuese por el hecho de que compartíamos apellido, aunque no éramos parientes y tampoco le conocía.

Eran los años duros de la crisis, cuando, según las estadísticas, aumentó de manera alarmante el número de personas que se quitaba la vida porque no encontraba otra salida para acabar con sus penurias económicas. José Miguel fue el primer muerto suicida en Granada por culpa de los desahucios bancarios. Un librero, para que la tragedia tuviese más fuerza simbólica. El Estado inyectó dinero a los bancos, pero el crédito no fluía y las entidades financieras no parecían dispuestas a compartir con sus clientes las consecuencias de la recesión. No era extraño que en el aire pesado del país volviese a flotar la vieja pregunta: "¿Qué es más delictivo, atracar un banco o fundarlo?". Triste paisaje el de aquella España en que los ejecutivos responsables de la quiebra se protegían del frío ambiental con billetes de quinientos y los vendedores de libros se afanaban en buscar una cuerda que no cediese cuando empujaran la silla.

J.M. colaboró en el rescate de la banca con lo que no tenía, pero la Caja de Ahorros con la que se hipotecó literalmente hasta el cuello no puso ni para su caja de pino, aunque tampoco creo que la funeraria intentase pasarle la factura. José Luis Cuerda -coincidencia macabra- lo anticipó en aquella escena de Total, el preludio artesanal de la desquiciada y surrealista Amanece que no es poco. "Pero, hombre, ¿qué haces?", -le preguntan a un Manuel Alexandre de sonrisa enigmáticamente ingenua, al que le están apretando el nudo alrededor del cuello-, "pues ya ves, aquí estoy, que me van a ahorcar". Al librero granadino nadie le preguntó: la comisión judicial que se pagó un taxi hasta La Chana para ponerlo en la puta calle llegó una hora después de que se colgara en el patio interior de su negocio. Probablemente José Miguel pensara que la dignidad, como la virginidad, se pierde sólo una vez, y decidió morir colgado antes que vivir de rodillas. Imagino al funcionario rellenando el papeleo: "Habiéndose personado la comisión judicial en la vivienda sita en tal, al objeto de proceder al lanzamiento del señor pascual, la presente diligencia no ha podido llevarse a cabo por ahorcamiento del demandado". Otro taxi y de vuelta.

La gente ya no se tira por la ventana, pero la situación sigue siendo descorazonadora. En este mundo definitivamente mercantilizado, Don Quijote ha muerto a manos del Tío Gilito, el pato ricachón que estableció su particular regla de oro: el que tiene el oro pone las reglas.

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