Sobrados. Las elecciones no las gana la oposición, las pierde un gobierno. Pues eso es básicamente lo que no ha pasado aquí: el gobierno ha arrasado y, cuando eso ocurre, el triunfo es inapelable. Para redondearlo todo, aquí las ha ganado un gobierno y las ha perdido otro.

Juanma Moreno, el presidente saliente, entrante, y, a día de hoy, figura presente y futura de la política andaluza (¿quién sabe, si por edad, también nacional?) ha consolidado su electorado, ha ocupado el centro, ha crecido por su izquierda y ha minimizado el impacto rancio de Vox. Ha sido la gestión de gobierno la que ha ganado las elecciones. Un presidente de derechas ha gobernado desde el centro, o lo que es igual, reforzando el espacio donde se mueve la gran mayoría del electorado, y ha convencido. Si algún votante progresista, que en 2018 no apoyó a Moreno, tenía inquietud porque la derecha había llegado, la legislatura la disipó. Juanma Moreno no escoró Andalucía a la derecha, situó la pelota en el centro y la dirigió desde la moderación comunicando, más con hechos que con eslóganes, normalidad democrática, ausencia de crispación y ambición de futuro.

El triunfo de Juanma Moreno es no resultar incómodo, ser presidente para, y de, todos. Como el muy astuto e inteligente Bendodo apuntó tras el segundo debate, hoy habrá andaluces descontentos porque el suyo o la suya no hayan ganado, pero es improbable que haya andaluces intranquilos porque Juanma Moreno revalide su puesto. Es fiable.

Marín habría merecido algo de justicia poética. El fiasco veleta de Rivera en la marca Ciudadanos la ha arrastrado lamentablemente al fracaso y aleja las posibilidades de gobiernos centrales en todo el país. Andalucía no ha sido una excepción, a pesar del arrojo deportivo de Juan Marín (un descubrimiento, verdaderamente) y las muy buenas campañas singulares en Málaga y Cádiz. No han logrado mantener el último hilo de vida de una imprescindible política útil. Aunque gran parte del éxito político de Moreno se deba a Ciudadanos, obtiene rédito cero. Los mismos mimbres habrá en Madrid y se desvanece casi totalmente una gran oportunidad demócrata que bien valdría reconstruir.

La derrota será huérfana, claro, pero el padre del descalabro (igual que el de Galicia, o de Madrid, o de Castilla-León) tiene nombre y apellidos y no es Juan Espadas (ni Caballero, ni Gabilondo, ni Tudanca). Si el PSOE no advierte que la S de sus siglas no es sanchista (a pesar de la infumable consagración de Cuevas del Almanzora), sino socialista, la carrera de la derrota ni tiene remedio ni tiene fondo. El principio de Peter (o, más bien, su ausencia) presagia un mal final.

La moderación gana. Los extremos aquí no cuentan. Ese es el verdadero éxito andaluz. Para los navegantes con aspiraciones (y, para nosotros, con necesidad de respuesta), no ha sido solo una elección, sino una lección en toda regla.

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