En un mundo que se muestra constantemente irritado, no es la paciencia virtud que se valore ni regla que se enseñe para mejor salud del alma. Muy al contrario, triunfa hoy la impaciencia, un sentimiento desenfrenado al que se adjudican beneficios fabulosos en esta época de extrañas prisas y paradójicas intolerancias. Esperar es verbo que sólo conjugan ya los débiles de espíritu, seguros perdedores en la carrera vertiginosa que dicen conduce al éxito.

No hay, por otra parte, ámbito en el que tal majadería deje de envenenar las relaciones humanas. Animamos a nuestros hijos para que consigan pronto no importa qué. Los educamos como si la muerte acechara, cebándolos de conocimientos inútiles, sin aguardar la lenta maduración de sus peculiares capacidades. En la convivencia diaria con los otros tampoco concedemos tregua: no cabe tropiezo que admita perdón. Nos falta sosiego, incluso, en el juicio de nosotros mismos, alimentando culpas anticipadas, sentenciándonos con la severidad miope del ahora.

Idéntico síntoma puede apreciarse en la política. En la lucha por tantos ridículos tronos, no hay ventaja que se desaproveche, ira que se modere, ni ritmo que no se precipite. Tienen nuestros políticos -no excluyo color- una patológica urgencia, como si la historia se acabara mañana, a la que ofrendan la sensatez de sus ideas, la firmeza de sus proyectos y, si fuere menester, la calma de una sociedad que les paga precisamente por ella.

Frente a tanto dislate, convendría oponer las bondades de la paciencia. No hablo, por supuesto, de la resignación -una actitud frecuentemente alienante por malentendida-, sino de aquella forma pausada de encarar los acontecimientos, de acompasar las ilusiones y los propósitos, de mantener la crítica solidez de cuantos equilibrios integran nuestra cordura. Una inclinación, un modo de sentir que nos adueña de nuestra propia circunstancia.

Brilla la lucidez de Schopenhauer: "Nuestra cólera -señaló- queda a menudo desarmada cuando nos recuerdan que la persona contra la que se dirige es desgraciada. Pero eso puede afirmarse de todos y debería disponernos a una paciencia e indulgencia universales". Sin duda. En la íntima convicción de que nada esencial nos separa, de que compartimos grandezas y miserias en la pirueta de un instante inexorablemente efímero, halla la paciencia, para con el prójimo, para con nosotros, para con la vida, su superior razón y su más certero fundamento.

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