Encerrados

Faltan dedos en mis manos para contar los amigos que deambulan como fantasmas por sus casas

El destacamento de cincuenta y siete soldados y tres religiosos destinados en San Luis de Tolosa de Baler se atrincheró y resistió 337 días al hambre, a la mugre, al beriberi, a la disentería, a sí mismos, a las balas de los rebeldes tagalos, a los constantes ruidos en la noche de los filipinos insurrectos para impedir que los españoles atrincherados en la iglesia pudieran dormir, a las mujeres desnudas que bailaban frente a las ventanas como sirenas insinuantes minando la voluntad más recia. Pero resistieron, negándose a admitir que el orden establecido se había roto, que la historia era otra. Eran "los últimos de Filipinas". El teniente Martín Cerezo, narró en El sitio de Baler (1904): "-337 días se escribe rápidamente- no se piensa lo que representa en un local cerrado, infecto, sin ropa, sin víveres, inundados por la lluvia…". Pero la mayoría sobrevivió en una resistencia sin límites.

Al acabar la guerra incivil española republicanos que habían luchado en el bando perdedor se convirtieron en espectros ocultos entre los muros de la casa familiar, tras una alacena, en un zulo del tamaño de un enterramiento. Desaparecidos, muertos en vida. Tres décadas de topos viviendo en agujeros, atrofiado el cuerpo. Escribía Saturnino de Lucas, "El cojo", que permaneció 34 años escondido: "Nadie sabe de lo que somos capaces los humanos. Nadie". El miedo a las torturas, al dolor, a la muerte o a la humillación es capaz de despojar al hombre de lo que posee de humano y reducirlo a un animal ocupado exclusivamente en sobrevivir.

Faltan dedos en mis manos para contar a los amigos que como fantasmas deambulan por las estancias de sus casas, más confortables unas, más opresivas otras, desde el mismo día en que se promulgó el estado de alarma. Se niegan a salir, a abrir las ventanas, a dejar que la brisa les acaricie, que el sol llene de vitamina sus huesos. Saben que desapareció la alarma legal, pero siguen confinados. Tienen miedo y el miedo es lícito. Algunos, como los soldados de Baler, se niegan a creer que no existe riesgo tan sólo porque haya sido derogada una ley; otros, porque como aquellos encerrados de la postguerra, temen el contagio, el dolor, la enfermedad, temen morir. Todos han terminado convertidos en los topos de la postmodernidad.

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