Epidemia de soledad

Nadie llama a sus puertas. Comen solos. Nadie los acompaña en la sobremesa. Nadie pasea junto a ellos.

A María Amparo nadie la ha echado de menos en los últimos cuatro años. Su cadáver ha permanecido tendido en el suelo de la cocina en un piso de Valencia, momificado al parecer por los caprichos de las corrientes de ventilación y del aire. Un vecino que limpiaba el patio esta semana se percató de que la ropa tendida en el patio parecía llevar ahí demasiado tiempo y, extrañado por el aspecto acartonado e inusual de las prendas, logró distinguir las piernas de la fallecida a través de la ventana. Llamó y, de inmediato, el 112 se hizo cargo de la situación. En efecto, María Amparo murió hace unos cuatro años. Y en este tiempo, nadie, absolutamente nadie, la ha echado de menos. Dicen los vecinos que llevaban años sin verla pero que pensaban que se había mudado. No hay familia conocida. Los papeles aseguran que nació en 1940. La llamaban "la argentina" pero era española, a pesar de que anduvo varios años por el Río de la Plata. Pobre mujer, que venció el paso del Atlántico, ida y vuelta, y que sin embargo ha agonizado como una náufraga en un océano de soledad.

La noticia es terrible en tanto en cuanto delata el desamparo que mantiene cercados a buena parte de nuestros mayores. En la mayoría de ocasiones, con el agravante de contar con familia y amigos. Familia que cae en la dejadez de no frecuentar la cálida presencia de esa persona mayor. Viven dentro de una burbuja de soledad; dentro de una niebla en la que amanecen a diario y que no se disipa en el transcurso de la mañana. Una neblina que duele y que se extiende por todos los meses del calendario. Nadie llama a sus puertas. Comen solos. Nadie los acompaña en la sobremesa. Nadie pasea junto a ellos. Nadie les habla. Nadie los escucha. De qué forma todos los recuerdos de sus vidas se deben de ir macerando en esos pechos que respiran soledad. Es probable que sintamos pena, es lógico que ese sentimiento nos alcance cuando pensamos en estas personas abandonadas por el tiempo y los demás: pero si al pensar en ellos sintiésemos alegría, no estarían tan solos. Ojalá prendiesen en nosotros las ganas de escucharlos, de que ellos nos acompañaran, de quererlos tan tiernamente como ellos nos quisieron a nosotros en nuestra niñez. Dicen que una madre es para cien hijos pero que cien hijos no son para una madre. Ojalá estuviese equivocado el refrán. Ojalá María Amparo fuese la última en morir sola.

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