la tribuna

Eduardo Gamero

Europa y los derechos sociales ante la crisis

UNA idea-fuerza que anida en el pensamiento europeo desde sus más incipientes orígenes es la dignidad del ser humano y su íntima conexión con el principio de igualdad material. La persona humana es sujeto de derechos y portadora por naturaleza de una dignidad irrenunciable, que se realiza plenamente mediante su integración en la sociedad. Esta expresión singularísima de la cultura europea se ha configurado a todo lo largo de la Historia, tanto con aportaciones laicas como confesionales, desembocando en la conformación de un Estado social que concibe las prestaciones asistenciales como derechos de los ciudadanos, indisolublemente unidos a su dignidad y al principio de igualdad material.

Aristóteles en la Grecia clásica y en Roma Cicerón se apoyan en el estoicismo para defender la inmanencia de la ley natural. Desde ahí se inocula esta idea en el pensamiento cristiano, mediante la Carta de San Pablo a los romanos, recibiendo continuidad en Agustín de Hipona (La Ciudad de Dios), Isidoro de Sevilla (Etimologías) y, sobre todo, Tomás de Aquino (Summa Theologica), quien alumbra la idea del ius gentium, que es tomada por Francisco de Vitoria (Relectio de Indis) para proclamar por primera vez la condición del ser humano como portador por naturaleza de una dignidad irrevocable. La Revolución francesa supone una nueva etapa en este acrecer, introduciendo su dimensión social: en los debates de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 se expresa Fréjus contundentemente: "Las ventajas que se pueden sacar del Estado social no se limitan a la protección eficaz y completa de la libertad individual (…). Aquellos ciudadanos que la desgracia haya condenado a la impotencia de proveer a sus necesidades (…), tienen derecho a todo lo que el Estado pueda hacer en su favor". El resto de la Historia es muy conocido: las proclamaciones marxistas del siglo XIX; la incorporación a las constituciones europeas, desde la alemana de Weimar (1919), de un amplio contenido social; el Plan Beveridge británico (1942), que acaba generalizando la Seguridad Social en toda Europa; y, en definitiva, la consolidación de una nueva dimensión en la actuación de los poderes públicos con arreglo a la forma de Estado social y democrático de derecho, opción axiológica básica del constituyente español (art.1 CE).

Este recorrido por esta evolución del pensamiento viene a cuento como testimonio de la continuidad que presenta la civilización europea en el desarrollo y consagración de un valor que la caracteriza genuinamente en el contexto mundial. La conquista progresiva de los derechos sociales anida en el programa genético-antropológico de Europa, alcanzando su plena madurez a finales del siglo XX: Europa se identifica a sí misma, y es vista en el mundo, como una civilización social, cuyos estados despliegan una red asistencial, una red de servicios sociales de carácter universal que son expresión de un deber público íntimamente vinculado a la dignidad humana y a la igualdad material de todas las personas. El trinomio libertad-igualdad-fraternidad no constituye en Europa una suma de valores desiguales, sino un compuesto unitario en el que todos sus ingredientes se equilibran y contrapesan. Por el contrario, en otras culturas, también occidentales, se sitúa a la libertad en un primer y exclusivo escalón, supeditando todo el resto del sistema político y constitucional a la preeminencia de ese valor.

La crisis económica está conduciendo al progresivo desmantelamiento de los servicios sociales, que son el imprescindible instrumento mediante el que se hacen realidad los derechos sociales. En los recortes aplicados subyace una especie de sentido trágico: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y el Estado social, en la práctica, no es realizable. Siguiendo esta ecuación hasta las últimas consecuencias que se le pretenden, igual que el sistema de producción socialista se reveló insostenible y cayó, también debe caer ahora el Estado social, que habría mostrado su fracaso como orden constitucional de valores.

Sin embargo, las necesidades de equilibrar el déficit y de pagar la deuda pública no significan necesariamente la abolición del Estado social, aunque esa manipulación argumental venga calando como lluvia fina para forjar una nueva conciencia colectiva. Con una adecuada gestión de los fondos públicos es perfectamente sostenible un sistema de protección social que atienda las necesidades básicas de los ciudadanos y contribuya a la realización efectiva de la igualdad, porque así se vino consolidando durante el último siglo en unos términos absolutamente equilibrados y sostenibles.

Los desequilibrios estructurales se desatan a principios del siglo XXI, y por otras razones. Lo que no resulta sostenible es el despilfarro en televisiones públicas, en aeropuertos vacíos, en edificios emblemáticos para todo, en redes clientelares y asesores, en organismos inoperantes, en gastos suntuarios (almuerzos y coches premium) y en tantos otros destinos insensatos. Y tampoco resulta sostenible un crecimiento económico basado en la ingeniería financiera, el crédito y la especulación (principalmente urbanística), postergando los factores de producción y los servicios. Son esos elementos los que nos han llevado al colapso, no el mantenimiento de una red de servicios sociales. A pesar de ello, el discurso sigue asentado sobre la dinámica de los recortes y la insostenibilidad del Estado social.

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