La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Exportando basura al pasado

La imbecilidad esnob de los gestores culturales cubre de grafitis los muros de un convento del siglo XIII

La cultura basura de los grafiteros, considerada por algunos "arte urbano", tiene desde su origen la vocación de invadir y manchar los espacios públicos, imponiéndose abusivamente, ensuciando fachadas de titularidad privada y pública -incluidos medios de transporte- y obligando a cuantiosos gastos para borrarlas. Dineros que salen de los bolsillos particulares, en el primer caso, y de los de todos, en el segundo. En limpiar esta basura pintada Renfe gasta 25 millones de euros al año (6.000 por tren), a Madrid le cuesta un tercio de los 236,9 millones destinados a la limpieza de las calles y a Sevilla 60.000 euros sólo para limpiar los que infectan monumentos y esculturas. A lo que debe añadirse la violencia usada por los grafiteros que actúan contra trenes y metros.

A esta naturaleza suya propia de ensuciar espacios y medios de transporte públicos se suma la obsesión por dañar monumentos históricos, como si los consideraran símbolos de una cultura hegemónica. El grafiti sobre el monumento es como un túnel del tiempo que lleva la basura de hoy al pasado. Lo más grave es que estas acciones sean fomentadas por las autoridades que tienen la responsabilidad de la conservación del patrimonio.

Ha sucedido en Valencia. El Consorcio de Museos de la Comunidad ha encargado -bajo el nombre de "intervención artística"- un grafiti de mil metros cuadrados en las paredes de un antiguo convento del siglo XIII declarado Bien de Interés Cultural. Las autoridades lo consideran una muestra de "agitación cultural". La protesta contra esta imbecilidad la ha encabezado UGT presentando una denuncia contra el organismo responsable del monumento por "haber actuado de forma contraria a la obligación garantista que tiene encomendada". El responsable se ha escudado en el carácter efímero de las pintadas y ha reducido la polémica a "una cuestión de gusto estético". Es curioso que quien tiene esta responsabilidad rebaje lo estético a algo arbitrario y subjetivo la intervención sobre un Bien de Interés Cultural.

El problema tiene que ver con la sobrevaloración de las pintadas o grafitis como arte y la infravaloración del espacio público y el patrimonio. Lo primero está sujeto a opinión siempre que no se agreda; lo que, dada la naturaleza de provocación, trasgresión y agitación del grafiti, forma parte de su naturaleza. Lo segundo tiene que ver con la imbecilidad esnob de tantos gestores culturales.

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