Han sacado su artillería de miedos contra lo que llaman "susto de Vistalegre", donde Vox reunió a 10.000 españoles dentro y a tres mil más que se quedaron fuera. Faltaban diccionarios para buscar pedradas contra esa "afrenta" tan concurrida de la extrema derecha. Y saltó la alarma progresista, la que suena cuando alguien supera lo políticamente impuesto.
No lucieron tantos dardos en contra cuando un acontecimiento similar colocó 8.000 radicales de extrema izquierda en Vistalegre I y II, aquella con la que iniciaban su andar pablivallecano los del otro extremo. La música cambió del Dúo Dinámico a Mercedes Sosa, de Nino Bravo a Lluís Llach, pero las ideas pintan igual de radicales. Cada partido en una dirección ideológica distante pero manejadas ambas desde el mismo retén del odio al rival. Unos apuntando al utópico asalto de los cielos, otros queriendo salvarnos de caer al infierno, pero ambas traídas desde un escenario de realidad exagerada. Relatos construidos con la media verdad, la peor mentira. Dicen los sociólogos que son un 15% de electores por extremo.
Son dos radicalismos que buscan en la falta de reflexión crítica del votante el mejor aliado posible para su crecimiento. Se nutren de quien se queda en los susurros nostálgicos de Dios y patria, o revolución y república. No rastrean más allá del envoltorio que nos colocan sus expertos en marketing electoral, con quienes comparten el eslogan y la soflama como único vehículo de expresión de sus odios más frescos. A extrema izquierda y a extrema derecha, populismo a granel.
Es radical proponer la eliminación de las autonomías. No menos que pretender erradicar la monarquía constitucional. Tan radical es querer deportar a todos los inmigrantes ilegales como abrir las puertas de par en par a toquisqui, en patera o en Aquarius, sin más papeles que el recibo de pago del viaje a las mafias.
Los extremistas de la derecha combaten la discrepancia con la palabra. Los de la izquierda, además, recurren al escrache de los comités de defensa republicana, al revolcón tuitero o a marcar con el indeleble y desgastado sello de facha a quien se ufane en su contra. En algo coinciden todos: creerse dueños de la verdad. En Italia ambos extremos ya cogobiernan. En España, gracias al PSOE del Dr. Sánchez, la extrema izquierda también.
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