Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Fascinación

LA caída de los imperios y la ruina de los emporios se han convertido en el mejor espectáculo del año de la crisis. Vean los telediarios, lean los periódicos y comprobarán que no hay nada más hipnótico, turbador e interesante que una quiebra. De bancos, de países, de magnitudes económicas trascendentales que, a su vez, conmoverán otros pilares no menos decisivos. El hundimiento o, mejor dicho, los segundos que tarda una gran edificación -o la dignidad laboral de miles de seres humanos perdidos en el anonimato de las estadísticas- en convertirse en pedruscos y desolación constituye uno de esos placeres mortificantes que han fascinado a los hombres de todos los tiempos. ¡La grandeza de las batallas se calcula en miles de muertos!

Y en estas horas de devastación económica está ocurriendo así: la contemplación de esa metamorfosis agónica que transforma la prosperidad en derrumbe se ha convertido en un entretenimiento cotidiano muy solicitado. Hagan la prueba: dejen caer un bulo convenientemente adobado sobre la bancarrota de algo o de alguien y verán con qué fangosa delectación cala, cómo se expande y, sobre todo, cómo ensancha la credulidad incluso de quienes, por definición, debieran ser cautos. Y luego, si son capaces, traten de desmentirlo. ¡Imposible!

La intervención de la Caja de Castilla-La Mancha ha sido el bautizo de lava del sistema bancario español. ¿Quién dijo que íbamos a quedar al margen de las graves hecatombes financieras? Ver hundirse un banco constituye un espectáculo tan embelesador como asistir al hundimiento de un trasatlántico. Quizá en esta fascinación enfermiza por el desmoronamiento de los puntales que sostienen los rascacielos radique el éxito siempre renovado del naufragio del Titanic. No es casualidad que las advertencias del presidente del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, sobre hipotéticas intervenciones en cajas de ahorro hayan sido acogidas con el cautivador desdén con que los pueblos antiguos oían las predicciones de los profetas agoreros.

Las cifras del paro no se dicen, sino que se proclaman, se cantan y vocean. Y no satisfechos con eso, hay algunos que las usan como pruebas de un porvenir mucho más incierto. ¡Con qué placer se suele escribir, después de una contabilidad minuciosa de los escombros, sobre todo si el comentarista está convencido de que el avance de la pobreza y la incertidumbre social es el mejor caldo de cultivo para el oportunismo político, tópicos como "y todo no ha hecho más que empezar" o, más apreciado aún, "lo peor está por venir!".

Nos satisface una quiebra que, sin embargo, también es la nuestra.

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