Fecha de caducidad

Que somos perecederos como los alimentos y el resto de los seres vivientes debemos tenerlo claro

No sé si será la edad o las tardes de tedio de verano que, por estas calendas, me da por pensar que los seres humanos disponemos de una fecha de caducidad, de una especie de obsolescencia programada. Que somos perecederos como los alimentos y el resto de los seres vivientes debemos tenerlo claro desde el despertar de los sentidos, a pesar de que nos estén vendiendo continuamente la necesidad de una eterna juventud. Pero sin caer en catastrofismo ni en depresiones existenciales, conviene no perder de vista la volubilidad del ser humano.

Jugamos con la esperanza de vida, que por cierto en España es una de las más elevadas del mundo a pesar de lo proclives que somos los españoles a criticar a nuestro país y a nosotros mismos, y ello nos sirve de lejano punto de referencia. Sin esperanza la vida no merece la pena. Pero mi reflexión veraniega, tal vez aturdido por las elevadas temperaturas y las hipotensiones que facilitan más la divagación que el trabajo, se dirige no a la salud corporal, sino a la mental.

Me explico. A un querido amigo profesor de Geografía y ecologista activo le hago la siguiente observación: los indios amazónicos que tan bien conoces, los pueblos que viven aislados de la civilización, integrados en la naturaleza, sin ingerir aditivos químicos ni estar sujetos a radiaciones, ¿cuántos años viven? Cuarenta y cinco años como mucho, me responde. Pues para esa edad estamos hechos, concluyo. Y como prueba de ello está la dentadura.

Y si esto es así, aún peor es la desconexión mental. A esa edad está uno en otra onda. La gente joven piensa de otra manera, tiene otros gustos, disfruta con otras experiencias. Es lo lógico, serían si no viejos prematuros. Estos pensamientos me asaltan bajo la desgana que produce la calima de verano y la tendencia a permanecer pasivo con la única esperanza de encontrar apoyo en el mando a distancia. La televisión ofrece un bodrio tras otro. Por más cadenas que existen, casi ninguna logra interesarme. Lo mismo ocurre con las emisoras de radio. Cientos de ellas con música ratonera y repitiendo las mismas noticias a cada momento, pero sin entrevistas de interés. Por suerte doy con una en la que suena Yesterday, pero también me cansa, la llevo oyendo cuarenta años. Tampoco quiero correr el riesgo de que mis hijos Victoria y Daniel piensen que su padre es un carca. Apago la radio y me pongo a leer a Oscar Wilde.

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