LA carrera política de la ministra Báñez no está, precisamente, jalonada de frases acertadas, sino todo lo contrario. Parece que su especialidad está en hacer declaraciones impertinentes o inadecuadas. La primera, fue la súplica mariana como método de crear empleo, seguida de otras muchas sobre la reforma laboral para culminar con el eufemismo de la "movilidad exterior" para referirse a la pura y dura emigración de nuestros jóvenes y no tan jóvenes en busca de un trabajo, allá donde lo encuentren y en las condiciones en que lo encuentren. Lo grave de esta originalidad ministerial es que lejos de parecer un lapsus, o un error involuntario dicho precipitadamente, ha sido reiterada y repetida en sede parlamentaria más de una vez, con cierta altivez, coreada, e incluso mejorada, por sublimes manifestaciones de Esperanza Aguirre o líricas acotaciones de González Pons. En definitiva, nos vienen a decir, es una suerte y una señal de modernidad que os vayáis a trabajar al extranjero, porque ahora Europa somos todos y por tanto ya no existe emigración sino, si acaso, en algunas ocasiones un irrefrenable y juvenil espíritu aventurero.

Da la sensación de que ellos están contentos y satisfechos con esta situación. Ni les conmueve ni les preocupa el trauma que muchas veces significa esa movilidad exterior, la frustración que conlleva el no poder trabajar en tu propio país, la ruptura o separación de parejas, alejamiento de hijos, familiares y amigos, las limitaciones y dificultades idiomáticas con las que se encuentran y, en muchas ocasiones, todo ello para al final encontrar un subempleo con nulas perspectivas. Porque todo esto encierra esa genialidad del neolenguaje de la ministra Báñez que es su invento de movilidad exterior.

Se puede llegar a comprender que la pésima situación económica obliga a sacrificios, incluso algunos entenderán los recortes, e incluso podemos entrar en la discusión de si las actuales políticas de austeridad son necesarias y convenientes. Todo eso y más puede caber en el debate político y así hay que admitirlo democráticamente. Pero lo que hiere por injustificado e innecesario es esa crueldad gratuita de jugar con las palabras, como si detrás de ellas no hubiera realidades injustas y dolorosas. Es esta superficialidad y frivolidad con la que algunos tratan nuestra lamentable realidad la que es inadmisible, pues en definitiva es una tomadura de pelo que es una forma dolorosa de humillarnos innecesariamente.

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