la tribuna

Eduardo Gamero Casado

Funcionarios andaluces, ¿fin de ciclo?

EL anuncio realizado por el Gobierno andaluz de abrir una fase de negociación con los funcionarios públicos debe recibirse con esperanza, pues representa la ocasión de cerrar un conflicto que se viene estirando y agravando más tiempo del deseable. Su origen es el deterioro que ha venido soportando la función pública en las dos últimas décadas. En los primeros años de existencia de la Junta de Andalucía la función pública experimentó un período de extraordinario florecimiento. No sólo porque se crearon miles de puestos de trabajo, sino también porque la generación que los ocupó estaba excelentemente preparada. Se conformaron unos valiosos cuadros funcionariales que han contribuido al desarrollo de Andalucía en el último cuarto de siglo. Sin embargo, una serie de mutaciones experimentadas en el empleo público durante ese mismo período han transformado la posición de los funcionarios públicos, no sólo en Andalucía, pero también en ella.

Son dos procesos simultáneos que han ido erosionando su posición y su rol tradicional. Por una parte, la creación de entidades paralelas en las que el empleado público ya no es funcionario, sino contratado laboral, por lo que su relación de trabajo es radicalmente distinta. Esto ha determinado que el peso de funcionarios en el conjunto de empleados públicos se venga reduciendo progresivamente y que cada vez tengan menos funciones. El segundo fenómeno ha sido la externalización de servicios, que ha ido privatizando muchas de las tareas que desempeñaban los funcionarios y entregándolas a empresas privadas, con el argumento de la eficacia. Ello ha conducido no sólo al despojo de las competencias de los funcionarios, sino también a convertirlos a menudo en meros títeres que se limitan a rubricar actuaciones realizadas por terceros: por ejemplo, las inspecciones o la tramitación de expedientes sancionadores se encargan a entidades privadas y posteriormente se pasan a la firma de la Administración.

A esos antecedentes se añade el progresivo deterioro económico que han padecido los funcionarios públicos en su nivel de ingresos. Cuando la economía funcionaba a pleno gas, los salarios del sector público nunca crecieron al ritmo del sector privado, y algunas estimaciones solventes apuntan a una pérdida del poder adquisitivo (la diferencia entre lo que sube el IPC y lo que sube el sueldo) del 42% entre 1982 y 2007, antes del comienzo de la crisis. Por entonces, se pretextaba que el funcionario tenía al menos garantizado ese sueldo si llegaran vacas flacas, pero la realidad ha demostrado lo contrario: se les puede bajar el sueldo, y en los últimos cuatro años la pérdida de poder adquisitivo se cifra en un 20% adicional, a lo que vendría a sumarse la nueva rebaja incluida en el Plan de Estabilidad de la Junta de Andalucía.

El descontento de los funcionarios estalló con ocasión de los decretos-leyes dictados en la anterior legislatura por el Gobierno andaluz en relación con la reestructuración del sector público. Los medios concedieron mucha importancia al hecho de que esas normas integraban en entidades públicas a empleados de empresas privadas creadas por la Junta sin superar los correspondientes procesos selectivos (oposiciones). Eso es una parte del problema, pero no todo; y seguramente, no es lo más importante del problema, que abarca todos los aspectos anteriormente enunciados, y otro nada menor: la posibilidad de que los empleados laborales ocupen puestos directivos sobre los funcionarios, dirigiéndoles órdenes jerárquicas.

El proceso de diálogo que ahora se abre es una ocasión magnífica para acabar con este conflicto, o al menos para sentar las bases de su pacificación. Ni a los ciudadanos, ni a la Junta, ni a los propios funcionarios les beneficia un escenario de confrontación. Pero, para resolver el tema, seguramente no bastará con tratar la rebaja del sueldo incluida en el Plan de Estabilidad, debiendo abordarse todos esos aspectos, mucho más complejos de negociar. El resultado de este diálogo puede ser determinante de un fin de ciclo, una decantación definitiva del modelo: o bien se inicia ahora un retorno a favor de la función pública, reconstruyendo las parcelas de su régimen jurídico que se encuentran en deterioro; o bien se consagra un modelo de función pública minoritaria y con papel marginal en el empleo público, comprimida a los puestos que estrictamente suponen ejercicio de autoridad y potencialmente sometida al poder directivo de empleados laborales o apegada a la mera rúbrica de actuaciones externalizadas.

En el Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo celebrado en noviembre se analizó específicamente la gran capacidad de adaptación que presenta el régimen estatutario de los funcionarios públicos para introducir en él modificaciones según las circunstancias, frente a la rigidez que supone la alteración de las condiciones de trabajo de los empleados laborales. Por ejemplo, las rebajas de salarios acordadas hace ya más de un año se aplicaron inmediatamente a los funcionarios, pero todavía no han podido ejecutarse a los empleados laborales, protegidos por sus contratos y convenios colectivos. Este hecho evidencia la plena vigencia de un modelo de función pública en el siglo XXI. De lo que se trata ahora es de reordenar su régimen jurídico adaptándolo a las necesidades de nuestro tiempo. En más de treinta años de democracia no se ha afrontado una reforma a fondo de la función pública que resuelva sus problemas estructurales e incorpore técnicas gerenciales y de gestión. Ahora, para cerrar el conflicto, además de incorporar esas técnicas, habría que devolver a los funcionarios la ilusión, planteando sus sacrificios actuales como medidas temporales que se revisarán cuando acabe la crisis.

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