Ayer caí en la cuenta. El gobierno lleva tres meses en funciones. Si sumamos la campaña electoral, el tiempo que el presidente Sánchez estuvo en minoría tras la moción de censura, el gobierno débil del señor Rajoy y el año mal contado de la repetición electoral, el resultado es impresionante; España lleva casi cuatro años sin un gobierno estable. Y oigan, tan felices. Aquí nadie cancela sus vacaciones. Ni siquiera los políticos. Y eso que, como responsables, deberían estar preocupados. O se supone.
No sé si recordarán Sí, ministro, una magnífica serie británica de los primeros ochenta en la que James Hacker, un tipo simpático y bastante simple, recién nombrado titular de la cartera de Asuntos Administrativos, pretende cambiarlo todo a su gusto mediante una tromba de proposiciones de ley, reglamentos y demás parafernalia administrativa. Afortunadamente, los ciudadanos tienen un paladín en sir Humphrey Appelby, secretario permanente del ministerio, que les defiende de semejante tifón regulador poniendo sutiles palos en las ruedas a las ideas del interino que, sin justificar mérito alguno, ocupa temporalmente el despacho ministerial. Pues en esas andamos por estos lares.
Ya se sabe que un estado fuerte es el que dispone de una Administración profesionalizada y totalmente independiente del poder político. En España aún no contamos con ello pero estamos muy cerca. Bastaría con que desaparecieran los asesores de libre designación. Aunque también es verdad que como no suelen tener ni idea de aquello sobre lo que van a asesorar, tampoco es que puedan hacer mucho daño. Piensen cuántos de los que se quedan a las puertas de un escaño acaban asesorando al jefe de turno que les busca un hueco para que el hambre no llame a sus puertas. Y así, licenciados en Filosofía asesoran sobre la protección de las aves migratorias mientras hay sanitarios que influyen en la política fiscal y gentes variopintas, sin estudios ni carrera profesional, que pontifican sobre las más variadas disciplinas como si estuvieran en una barbacoa sabatina de la peña del barrio. Y ya sabemos que el número de soluciones delirantes se incrementa de modo directamente proporcional al alcohol previamente ingerido.
La sala de máquinas funciona. Y lo hace bastante bien. Pero resulta meridianamente claro que tenemos el puente de mando abandonado. Y como escribió Séneca, nunca hay buen viento para quien no sabe adónde va.
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