Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Grábalo, cariño

En las redes no necesitamos adversarios políticos que quieran ridiculizarnos: nos bastamos nosotros solitos

Seguro que recuerdan el episodio aquel de Black Mirror en el que unos tipos, tras secuestrar a un miembro de la realeza, exigían a un primer ministro a cambio de la libertad de su presa que mantuviese relaciones zoofílicas con una cerda mientras el número se emitía en directo para todas las pantallas del mundo. La generalización del uso de las redes sociales y la vida virtual suscitó desde el origen de las mismas las advertencias sobre la posibilidad de que mentes ajenas y desalmadas utilizaran en nuestra contra un escaparate público tan poderoso, inmediato y transportado fácilmente en el bolsillo. Después, Bauman y demás profetas de la sociedad líquida diagnosticaron que la confluencia cada vez más acusada entre lo virtual y lo, digamos, real únicamente podía solventarse con un batacazo ético, moral y ontológico. Sin embargo, el tiempo ha demostrado que, por mucho que resulten tan atractivos argumentos de injerencias y espías en thrillers como Black Mirror, el peor enemigo que tiene cada uno en las redes sociales es él mismo. Si al ser humano le corresponde una especial habilidad para tropezar dos veces con la misma piedra, cagarla ante el acertijo propuesto por la Esfinge y quedar como un pardillo cuando menos conviene, una vez disueltos los límites entre lo público y lo particular sólo puede pasar lo peor.

El tan comentado vídeo de la pareja del director general de Educación de la Junta de Andalucía constituye otra prueba fehaciente de que no necesitamos adversarios políticos que quieran ridiculizarnos: ya nos bastamos nosotros solitos. La necesidad orgánica de grabarlo todo, y más aún divulgarlo urbi et orbi, con tal de no descender ni un segundo de esa virtualidad especulativa que nos garantiza nuestro estatus de estrella, se ha convertido en la perfecta trampa para gatos en la era wasap. Ahora bien, confieso que, por más veces que he visto el vídeo, no encuentro motivos para el escándalo más allá de la confusión entre los coleguis a los que parece dirigirse la realizadora en su vídeo y la opinión pública global, ni comprendo por qué tendría que dimitir el director general de Educación. El problema es que la frivolidad de la que hace gala su pareja es una inocente ocurrencia doméstica que, claro, se convierte en escarnio y vergüenza al divulgarse dada su concurrencia en una institución pública. Pero juzgar el episodio como si realmente se hubiese dado una intención consciente en este sentido es excesivo.

Abogo por perdonar su torpeza a la muchacha y evaluar las actuaciones de su pareja en materia pública. Y si no son las debidas, caiga sobre él, por ley, merecida leña.

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