España cuenta aproximadamente con 3,3 millones de autónomos sobre los que recae buena parte del empleo generado en el país. Esa función social de primer orden no está, sin embargo, suficientemente reconocida por un marco normativo que, con frecuencia, penaliza la decisión de trabajar de forma independiente. Así, junto a las pocas ventajas de tal opción, se levantan numerosos obstáculos que acaban agotando la ilusión y las energías de un colectivo tan importante.

Si ser el propio jefe, tener mayor capacidad de decisión, alcanzar ingresos superiores, poder organizarse libremente tareas y horarios u ocuparse en aquello que a uno le gusta son beneficios teóricos que conlleva el convertirse en trabajador autónomo, pesan bastante más las trabas de todo tipo que se interponen en un camino mal tutelado y en absoluto fácil.

Son aquellas de diverso carácter y merecen una enumeración clarificadora. Destacan, en primer lugar, las que se refieren a la vertiente económica: entre otros, el calvario de obtener, por falta de conocimientos, de acceso a inversores y de avales, financiación bancaria o privada, la especial incidencia en este ámbito de la morosidad (sobre todo, aunque no sólo, la proveniente de la Administración, eterna deudora), la obligación de pagar el IVA a Hacienda aunque aún no se haya cobrado del cliente (lo que el IVA de caja no ha resuelto), el hecho de que la cuota de autónomos sea un coste fijo y no esté ligado al concreto volumen de facturación (lo que tampoco la tarifa plana soluciona en todo caso), la mayor sensibilidad a los efectos de la crisis y a la caída del consumo que ésta provoca y, al cabo, la falta de liquidez que todo lo anterior acarrea, son factores que siguen sin recibir, a pesar de múltiples intentos, una solución legal ajustada y operativa, poniéndose de este modo en serio riesgo la supervivencia de miles de negocios y empleos. Es este aspecto en el que, con más clara evidencia, se echa de menos la instauración de políticas inteligentes, imprescindibles para apuntalar un sector que, resultando crucial para nuestra bonanza, ha sido tradicionalmente incomprendido y maltratado.

Aun así, no terminan aquí las deficiencias detectadas. Quedan todavía aquellas otras, acaso más sutiles, que incumben a la gestión empresarial misma y a las variables estrictamente personales del intento. Pero de ellas, y de su eficacia para malograr propósitos, me ocuparé el próximo domingo.

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