Historia de amor en Las Conejeras

Cuando hubieron terminado la faena y salieron de nuevo hacia la luz, sus rostros quedaron petrificados

Aquella era una chica tal remilgada que no permitía que su novio le metiera mano si antes no se había lavado las manos. En esta época de pandemia su manía no hubiera desentonado, pero estamos hablando de los años sesenta del siglo pasado, cuando lavarse las manos era una cosa de finolis y de señoritos. La historia me la contó un lector que dice que le pasó a un amigo, pero yo sospecho que le pasó a él. Y la cuento ahora porque dentro de unos días es San Valentín y esta no deja de ser una historia de amor como otra. Pues bien, estamos ubicados en los años sesenta y en Las Conejeras, ese sitio que, como explicaba el otro día, iban las parejas a meterse mano en los utilitarios aprovechando la soledad y la oscuridad del paraje. La chica remilgada, de familia bien, tenía un 'seiscientos' que su padre le había regalado por haber aprobado las oposiciones de Magisterio. Y un novio que estaba haciendo la mili en Cerro Muriano y que venía cada quince día a Granada más caliente que el queso de un san Jacobo. Era Semana Santa y el Cristo de los Gitanos estaba en la calle cuando la pareja decidió coger el 'seiscientos' y enfilar la ruta de Las Conejeras. Todo estaba oscuro y para que estuviera más todavía, el recluta le dijo a su novia que apagara las luces del coche porque iba a ver lo que era bueno. Ella se había puesto un sostén de apertura sencilla para que su amado no tuviera problemas al desabrocharlo en la oscuridad y unas ligas fáciles de tirar. Eso sí, antes de empezar le dijo al novio que se desinfectara las manos con alcohol que contenía un botecito de plástico que había en el botiquín del coche. A tientas, porque la noche estaba más oscura que la boca de un lobo, el susodicho logró encontrar el botiquín y sacar el dichoso botecito. Nervioso por el festín carnal que le esperaba, se enjuagó bien las manos con el líquido y comenzó la tarea. Un pulpo no hubiera tenido la habilidad del sorche para dejar sin prendas a la amada. No hubo parte del cuerpo de ella que no fuera tocado por las manos de él. Cuando hubieron terminado la faena y salieron de nuevo hacia la luz, sus rostros quedaron petrificados: ¡En vez de coger el novio el bote de alcohol había cogido el de la mercromina!

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios